viernes, 20 de agosto de 2010

Quién es Mana, por Virginia Janza



La estrategia de escritura de Mana es decir sin decir. Contar usando anagramas, seudónimos, palabras inventadas, máscaras, disfraces. Como en el cuento “La Anticuaria”, Fendase es un anagrama de Defensa, el anagrama es una defensa en sí, una forma más de ocultamiento. ¿Quién es Mana? ¿Es acaso “el pibe” al que se hace referencia en “Sobrino Tácito”? ¿El adolescente con miedo a enamorarse de una chica más grande de “16 y 25”? ¿El desamparado ser que busca consuelo en prostitutas de “Efecto Pavlov en la Maison”? ¿Es válido pretender armar la genealogía de este antihéroe en el libro? Evidentemente es, al menos, posible (y tentador) rastrear la e o in- volución del personaje-narrador, del desdoblamiento de la primera persona, en herpes. Se puede leer y rastrear el dolor, pero el hecho en sí nnunca se cuenta. ¿Qué pasó?, tiene uno ganas de preguntar cuando lee el abatimiento de “La helada pasó y quedamos en pie”:

“La única razón que tenías era estar, para desvanecerte.

Si no hubiese tenido que convivir con vos.

Decirte todo eso que la gente se dice

pero ya no quedan ganas.”

¿Pero qué hubo antes? ¿Por qué no quedan ganas? ¿Hubo un antes?

¿Es eso? ¿Es eso lo que duele tanto y no se puede decir? ¿Es eso lo que ocultamos? En todo viaje, en toda travesía hay un fin, hay una muerte, una mudanza, un cambio de destino.

La muerte del amor es nuestro punto de contacto, Mana. Haberla vivido y haberla atravesado (sin escalas).

El amor herpético también tiene un fin, o un comienzo. Vos mismo lo decís, el tiempo hace lo que mejor sabe hacer: abrirse paso, poner distancia, permitir un nuevo comienzo. Es el comienzo de la escritura, el inicio de un relato:

“Los factores, nombres y lugares/ responden por sí mismos./ Los traigo porque ya cumplieron su condena./ Ahora están en su derecho de convivir con el resto.”

Es el relato que cuenta, que nos cuenta, que nos obliga a revivir, que transcribe sin decir nada realmente. Porque cómo traducir el dolor a palabras, ese enorme dolor que entra en algo tan pequeño como esto, un libro, un viaje. Cómo cuando uno tiene la boca completamente cerrada, o eso pretende.


Sentir Óseo: Nueva Reseña por Patricia Signorelli



Sentir Óseo
La pelea por el cuerpo


El cuerpo en el libro de María Victoria Verzura adquiere la dimensión desde donde se constituye la escritura. Paradójicamente, éste es un cuerpo en crisis. Lejos de la integridad que presupone la contundencia del título Sentir Óseo, el primer poema con que se inaugura el texto, dibuja el trayecto de la sin-certeza: “Todo al alcance/ salvo: / el cuerpo”. La contradicción de ese sentir óseo frente a un cuerpo que se presenta inalcanzable motoriza en su tensión una escritura que busca superarla. Vacío, lejano, astillado, impropio, pero deseoso de ser llenado y reconstruido a través de cada verso, cada sintagma, cada blanco. En las tres partes que componen el libro (“Como agua que brota”, “Sentir Óseo” y “victoria”) en una suerte de devenir cíclico se reproducen hasta el infinito las preguntas a la difícil tarea de asumirse viva: “¿Quién soy?”, “¿A dónde pertenezco?”.

En Sentir Óseo la pelea por el cuerpo, por su pertenencia, no es más que la pelea por “ser”, que se debate en el juego del vacío y la completud, la vida y la muerte como polos radicalmente opuestos, sin poder encontrar el equilibrio (“la amplia gama de grises”) que sólo parece alcanzarse en las últimas páginas, en la minúscula de ese “victoria” con que se titula la tercera parte.

Así, “Como agua que brota”, las palabras exorcizan a un yo que se constituye en la acción no concretada, en el golpe verborrágico a un tú “sordo”, “manco” y “ciego”, que “alguna vez fue su centro”. El cuerpo vacío germina violencia, entonces se llena, se fastidia, se mata. El mundo se vuelve infernal (“cuerpos sin forma”, “caminan/ transformando los pisos/ cenizas/ y los cielos / en humos ácidos”). Como por los pasajes de un cementerio, el yo de los poemas busca su sombra, estar y no estar, morir y vivir. ¿Dónde ubicarse, si el mundo arde en las llamas del infierno, si no queda aire puro para respirar, pero conservamos aún la vida? Sin respuestas, la primera parte del libro parece sumergir a ese yo en el negro que ahoga, negándole la luz. Como contrapartida del cuerpo vacío en la proyección del odio, se amarra a un tú que le permite ser.

En la segunda parte, que da el nombre al libro, los ojos construyen el paisaje, lo transforman en presagio que se concretiza en la materialización de un accidente trastocando el cuerpo. “Los ojos se secan”, “el pelo vuela”, entonces el cuerpo se descompone, se fragmenta en brazos, sangre, dientes, huesos y tejidos vivos. Los ojos no ven, no quieren ver. El cuerpo se vuelve otra vez lejano, extraño (“la lógica se pierde”, “el cuerpo no responde”, “mi cuerpo apenas siente”) y vacío (“el dolor vacía el cuerpo”). En “Sentir Óseo” el cuerpo sólo se llena de uno mismo, como en un coma inducido, a través de los sentidos, “adentro”, “refregando las venas”. El “tú”, cuya construcción es sumamente espaciada y sólo se hace relevante a medida que llegamos al final de esta segunda parte, reafirma la identidad en discordia del cuerpo femenino de ese yo en una revalorización positiva, oponiéndole a la oscuridad con que se clausura la primera parte, la luz implícita en la pureza de una tarde sin nubes del último poema.

victoria” es el resultado de un proceso, que sólo se alcanza en el doloroso movimiento hacia el centro de un cuerpo vacío que se cierra desbordante de sí para “ser”. Verbo que se disemina en cada poema de esta tercera parte. La palabra se vuelve autorreflexiva (“para no ser yo me inventé un cuerpo/ lo rellené de nada/ lo mutilé/hasta dejarlo tan pequeño/como invisible”), como si no sólo el yo se cerrara, sino el mismo texto asumiendo su proceso de conformación, aceptando los grises de un mundo defectuoso a través de la escritura (“escribiendo querría descubrir dónde pararme”).

Por último, en cada una de las partes del libro hay una construcción muy fuerte del entorno y el marco en el que ese yo habita, constituyéndose casi como postales de distintas etapas de su vida. El trabajo con los espacios y los objetos (la habitación, la cama, la ventana, los paisajes, el hospital, la estufa, el té) y con los sentidos, principalmente la observación, permiten al lector establecer una relación mucho más próxima con lo que lee. Relación que es potenciada en la utilización lúdica de la posición de las palabras en los diferentes poemas (“el pelo vuela/ con fuerza/ llevando el cuerpo/ atrás/ nada se ve”), como así también en la resignificación que los blancos adquieren dentro del libro.

Lejos de la pasividad, el lector de Sentir Óseo no fluye sino que se mueve junto con el texto, sufriendo el proceso inverso de ese yo, como si la escritura, al igual que el cuerpo, intentara llenarse de un tú que lee y adivina palabras que completan las frases o las adosan colgando de distintos sintagmas, variando los sentidos. Este vínculo se vuelve cada vez más distante a medida que nos adentramos en “victoria”. Como si ya no hiciese falta completar nada, los agujeros desaparecen, las palabras se desplazan, se espacian, se vuelven herméticas y no compartibles. Mejor dicho, propias.

Patricia Laura Signorelli