Mi infancia es el perfume del mar y la arena.
La poesía se propone aquí como prolongación de la niñez, dilatándola. Porque enriquecer la infancia es enriquecer el lenguaje y precisamente el entretejido de diversas lenguas es lo que aquí se pone en juego. No se trata de un niño contándole a otro sino de situarse en la visión inocente del niño cuando ya conocemos la experiencia de su pérdida.
Saber de mí
en la arena, en la tarde calurosa de verano, en la siesta aburrida del domingo.
Saber de mí en la lectura sumergida, en la risa sin ruido, en el amor desmedido.
Saber de mí en el revolcarse serpenteando en los pisos de mis casas
en el recorrido desesperado oliendo ropas ya perdidas, olvidadas.
Saber de mí en los detalles de lo simple, en la alegría pavorosa, en el abrazo sostenido.
Del mismo modo que las olas definen el espacio de la orilla a condición de variarlo siempre, al punto tal de que la diferencia entre mar y tierra sea imposible de determinar, la relación entre el niño y el adulto no es aquí de tensión entre opuestos sino de complementariedad, de mezcla, de desborde. Despertar al erotismo no es abandonar la infancia sino ingresar en una de sus variantes. Es en el juego de los cuerpos que la mujer-niña de estos poemas explora para encontrar en la sexualidad uno de los órdenes posibles de lo real:
El sonido de lo real
sólo lo da el hueco abierto entre mis piernas.
Así como antes era un conjunto de sensaciones la condición de posibilidad para definir a la infancia, ahora es otra experiencia del cuerpo la que conduce al ámbito de lo real y la define como mujer.
Una escena simple, una fotografía sencilla ofrece este conjunto de poemas. Una cotidianidad infantil que tuvo lugar en el pasado es ahora presentificada. Experiencias adultas son también continuación de esa misma niñez. Como un oleaje que regresa y se expande, La playa busca volver hacia la infancia y ensancharla, desde el recuerdo, desde la invención, para resignificarla. En ese ritmo oceánico se juega la construcción del libro. No es tanto la mirada del niño como la del adulto que busca recuperar la niñez para dotarla de nuevos sentidos y es ahí donde la escritura de Loreley El Jaber encuentra uno de sus mayores valores.
Guido Gentile
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