miércoles, 24 de junio de 2015

Pablo Müllner reseña "Agua o niño que corre"

Sobre “Agua o niño que corre” de Eugenia Coiro

Las mujeres paren a sus hijos en el río, sin abandonar su trabajo…
El libro de poemas y prosas poéticas abre con un pequeño relato. Si uno lee con rapidez, distraído puede caer fácilmente en la trampa de esta prosa limpia, libre de valoraciones, en extremo objetiva. Una descripción de un paisaje, un pueblo, una costumbre del lugar. Parece una breve entrada de un diario de viaje. 
Al sumergirse la poeta en el agua descubre que los niños que nacen muertos, arrastrados por la corriente, se convierten en criaturas acuáticas, como grandes renacuajos, y se ocultan bajo las piedras al intuir a la visitante.
Es difícil creer que este lugar sea solo una zona en la imaginación de la poeta. O quizá, más precisamente, da un poco de miedo. 
Más que un relato plenamente onírico, parece la detección de lo irreal en la misma vigilia. La poeta parece anteponer una gran lupa a la realidad y a través de esa lente poderosa hace evidente que lo real no es tan sólido y concreto como en una primera vista. Hay un entramado muy fino entre la materia y el sueño. El mismo ojo que mira a un poblado hacer su acostumbrada pesca en el río, si ve más detenidamente, descubre que nada es tan lógico o sensato como parecía.
El tono descriptivo, la ausencia de juicios, recuerda a las narraciones rurales de Marosa Di Giorgio. Hay belleza y terror, en proporciones casi iguales. El lector no puede resistirse a seguir leyendo por más que ya se encuentre bastante perturbado.

Los fragmentos
cada desecho ínfimo 
pelos o ramas
lo vivo muerto

A partir de ahí la escritura se mueve en poemas cortos, fluidos, contundentes, como el trayecto de un río caudaloso:

(…)

Abajo
Abajo
Abajo 
Abajo
(…)

O, parafraseando, el mismo poema, como si la poeta se dejase llevar por el río al mar. O como si esta agua que corre, pudiera ser también la descripción de un hecho más sombrío. Un cadáver arrojado al mar que adquiere una nueva conciencia, 

como quien despierta 
y recobra 
la memoria de otro cuerpo

En la segunda parte “Niño que corre”, engañosamente la poeta advierte al lector de un territorio firme con la frase que se repite, se reformula, como una clave: “Con que entonces esto era la orilla”. Una orilla falsa, una orilla alucinada que cambia, como un espejismo sobre el agua.
La ilusión de una orilla en la consciencia de alguien que ha sido abandonado, de manera imprevista, a ese paisaje desolado: el mar, un confín de aislamiento. 

Esto es la orilla
la revelación
oculta bajo el agua
la distancia invisible
imposible

La mente, las palabras, la imaginación no dan descanso. La orilla transmuta se convierte en diferentes cosas-deseos-sueños de tierra firme o su equivalente emocional/psicológico:

Esto es la orilla
este querer ver en sus ojos
el despertar del mal sueño

 O, tal vez, esto es la orilla:

Algo parecido al amor me nace
apenas roto.

Aunque seguro sea que:

(…) esto es la orilla
el agua me mira
me llama 
se aleja

Estos poemas tuvieron la cualidad de cristalizarse en mi mente, llegar a solidificarse junto con la experiencia. Desde el primero momento que leí esa serie, esas “variaciones sobre la orilla”, nunca pude imaginar otra versión de los hechos: poemas escritos a partir del sueño, el mal sueño, o el deseo oscuro de experimentar el ahogarse.
Habiendo tenido yo mismo la experiencia extrema del ahogo puedo decir que esos poemas tienen mucho de esa sensación de “ya no puedo luchar más por permanecer en el superficie”… Ese ceder a la voluntad del agua, ese momento de extraña relajación en el abandonarse, en el creer que ya todo esfuerzo es inútil y entonces ceder al encanto del agua. Su propia lógica. Su propio mundo escondido. El Reino de Hades:

el mar como una madre arrastra todo 
ocupando los espacios libres
 (…)
Pero el tiempo parece detenido sobre el mar gris plateado
Un instante. Otro.
Siempre es igual.
(…)

una virgen
o una sirena
el agua sobre su cuerpo
sus ropas 
la luz

Según algunos mitólogos, las sirenas son más configuraciones de la muerte que seres plenamente formados, conscientes. Pueden asimilarse a los arcanos del Tarot, como la manifestación de los peligros que acechan, o como la muerte decide presentarse frente a los ojos –y los oídos– del los navegantes que han errado el camino.
Esta sensación de extravío resulta palpable, incomoda en gran parte de los poemas.
Sin embargo, cuando se comienza a  entrever la plena desesperanza de encontrar un camino que conduzca a  una nueva orilla, algo sucede. Aparece un “él”. 
Un “él” que produce cierta confusión: se trastocan los roles. 
¿Él es el niño hecho hombre que atrapa a la poeta, perdida en las aguas que no encuentra la orilla? 
¿O él es el marinero-lector cazado por la poeta-sirena que habitaba esas aguas profundas? 
No parece ser tan importante la oposición sino lo que esta fusión de “él con ella” produce. Comienza una transformación, incómoda, psíquica, biológica, amorosa:

Tengo un monstruo invisible adherido
un monstruoyo
engendro

En la mutación la poeta encuentra la salvación –¿tierra firme? ¿la orilla?– como si la fusión romántica y sexual fuese, en parte, morir a una forma de existencia plenamente personal, ceder a la voluntad de ese otro cuerpo extraño para hallarse en un territorio nuevo, calmo, acogedor, trascendente. Como en la filosofía oriental, cuando se alcanza la plena conciencia de la vida, del existir, se vive de forma impersonal, total, un estado de unificación que se alcanza a través del amor sin condicionamientos. 

En la mutación engendrar fundirse hundirse perderse
enamorarse 
“te amo, monstruo
(…)
reproducción de la vida
lo vivo en mí 
lo animal

La poeta le permite al lector respirar profundo, pisar otra vez el suelo firme. Ha terminado su trance de naufragio, su peligroso encantamiento con la muerte. El trayecto por momentos difícil, incómodo, como sucede siempre con la mejor poesía, ha sido al mismo espacio de placer y fuente de revelaciones. 
El lector siente que ha emergido de la lectura con una mirada más aguda. La capacidad de ver más allá. Más allá, definitivamente: la orilla.


Pablo Müllner



viernes, 19 de junio de 2015

Ruben Sacchi reseña Relámpagos


No son rayos. no, de esos que parten la noche en dos, esos que fulminan o incendian. Son sólo esas luces que acompañan las tormentas, que preceden un rezongo. Son iluminaciones para que se pueda ver más claro en la cerrazón y sea uno el que decida si fulmina o lo incendia todo. En definitiva: son destellos de sana lucidez.
Si bien echa mano a una variedad de textos que no son de su autoría, lo hace en la forma de traducciones, y el material que aborda es absolutamente novedoso, muy poco difundido en nuestro entorno
literario.
Relámpagos es un libro dedicado al texto breve, pero no solamente incluye creaciones de otros también hay, en sus casi trescientas páginas, hermosos escritos nacidos de su pluma.
La temática es diversa, desde un emotivo relato donde mujeres chilenas preparan una bandera para reclamar por los presos políticos en Con retacitos de tela, hasta la hipocresía de la iglesia en La última tentación de Cristo, pasando por la denuncia del saqueo de piezas arqueológicas, en el poema Arrepiante.
Interesante propuesta que anticipa su correlato, ya que el subtítulo de Volumen 1 nos pone en la espera de su saga.



Por Rubén Sacchi.

jueves, 4 de junio de 2015

Viajera de Otoño * Gabriela Pedrotti

La bailarina


La bailarina de mi cajita de música
siempre bailaba
yo la abría y bailábamos
ella siempre tenía ganas
yo no.

A veces quería detenerla
y solo escuchar
la música
solo la música
y descansar el cuerpo.

Hoy me acordé de ella
le dije que se sentara conmigo
que no la voy a abrir
que la dejo libre
que haga lo que quiera
que ahora en la caja
estoy yo.

Tal vez, 
me abra.


María Gabriela Pedrotti



María Gabriela Pedrotti es Psicoanalista. Miembro de la Escuela Freudiana de Buenos Aires, en donde actualmente dicta un seminario sobre los afectos.
Su gusto por la escritura comenzó en la infancia, estos últimos años decidió comenzar a circular con sus poesías también.
Le gustan las letras en diferentes estados: inconscientes, reveladas, escondidas, tímidas y desfachatadas.
Hoy va tomando cuerpo su primer libro de poesía.  

miércoles, 3 de junio de 2015

Viajera de otoño * Sofía Ciravegna


Hojas del piso
sonrojan
junto al viento
impetuoso
gris
casi transparente
alborotado
puedo sentirlo
en el silencio musgo
penetrar los vidrios de la habitación
y relamer con la punta de su lengua
cada flor sobrante el otoño
puedo verlo
enfriar el aire de sabor amargo
garganta
succionando sus brillantes
dejándolas morir
titiritando
en ese rincón invisible y avejentado
donde me vislumbro desnuda
en cuclillas
reseca
enmudecida
diferente
mordida
transmutada
líquida
boca violeta



Sofía Ciravegna




Sofía Ciravegna, Buenos Aires, abril de 1990. 25 años, Productora, Bailarina y Fotógrafa. 
Desde el 2008 pertenece a los talleres Siempre de Viaje, Literatura en progreso con Karina Macció y está en proceso de su primer libro de poesía que se llamará "Sumergida". 
Actualmente trabaja en la "Nación Revista" como asistente y fotógrafa. Es productora, asistente de dirección de la obra de teatro "Surmenage". Y como bailarina, ensaya para una nueva obra de teatro; es coreógrafa de la productora Shock Your Cocktail y realiza shows para diferentes empresas de eventos. 



Viajera de otoño * Gabriela Oyola

Imagen de una ciudad
(frutal)


Caminar despacio por las calles donde los gatos duermen largas siestas durante el verano. Algunos son angostos pasajes, llenos de árboles frutales, con un aroma profundo a moras . Hace muchos años las cortaba de unos enormes árboles, no era sólo un dibujo de las moras cortándolas en ramillete.
A veces la verdad no lo parece.
La hojas son delgadas, el verde es profundo, las moras se amontonan en un árbol inmenso que caen cuando el viento zonda empieza su trabajo. Ahí, al ras del suelo junté más de una. Uní el morado de las moras con el rosado de mis dedos.
Ser una fruta más al costado de una calle de provincia.
Tomar la bicicleta, subir atrás de acompañante, buscando lugares que no terminan en una calle, descansando de a ratos cuando el calor derrite las moras y el jugo cae en la tierra para saltar a las viñas con el viento justo.
Ser una uva más al costado de una finca, con una casa de adobe que apenas tiene una agujero de ventana.
Podría ser una pintura local pero es un poema de una pintura local.
Mañanas frías para cruzar el parque tan temprano, otro invierno de olores. Pequeños. Un brasero al costado de una ventana con olor a pan caliente, amasado a veces con tristezas, del camino. Sobre un fondo verde y marrón, con el sol más grande del lugar que no se achica con los días.
Crecer al costado de una vida de provincia, en el medio de una vida local, por encima de las luces de una ciudad. En la noche con una luna triste, en el día con el sol mayor.
Crecer con el poema a cuestas.


Gabriela Oyola


Gabriela Oyola se formó en la carrera de artes combinadas en la UBA. Hizo y hace un poco de todo: audiovisual, producción, investigación, crítica. No olvida que en su costado más informal le encanta peinar para cine o publicidad. Se considera una paseante de la vida, le encanta e investiga sobre el cine clásico argentino de la década del 50´. No le gusta la docencia pero sí el trabajo en equipo. Ha presentado trabajos de video- poesía para distintos festivales y realizó una muestra de video-poesía e instalación “íntima”. En breve presentará su primer libro Imagen de una ciudad por Viajera Editorial.  

martes, 2 de junio de 2015

Viajera de Otoño * Daniel Cáseres

La búsqueda

Estamos buscando algo sin nombre.
Como si el universo fuera un pajar
un inmenso pajar perdido en una aguja.
Buscamos una virtud que brille en mitad del vicio
para evitar que el tiempo desangre y devore lo inocente
como una oruga obesa
implacable
mórbida.
Hoy estás acá, pero no siempre.
A veces no sos lo que quisieras.
Respirás por debajo de la capacidad de tus pulmones.
Sos una caricia venenosa que se hiere a sí misma.
Entonces asisto a tu martirio autografiado
como si fueras un atardecer sanguíneo.
No quiero que pienses que voy a permanecer impasible
frente al daño que te hacés con las palabras
esas serpientes blancas
escondidas como flechas en la niebla.
Sin embargo, a veces no puedo evitar pensar igual que vos
el vocablo preciso
la soledad a cuestas
el reclamo inconcluso.

Yo también estoy desesperado.
Arrastro el cuerpo sobre púas de trincheras embarradas
y no sé dónde queda el norte o el sur.
Por eso sentís que ya no sabés quién soy. Porque me ausento. Porque no voy a estar acá
el día de tu muerte, a menos que nos encuentre abrazados.
Dejame pasar. Quiero entrar. Te lo pido.
O quizás querrías dejar en una taza escondida en tu alacena de jarrones y búhos
tu marca labial
para que yo la reconozca
y así emprender un viaje de regreso en peldaños sutiles
volver a enamorarnos con señales y ojos adolescentes.
Yo dejaría una rosa sobre la cama. Una rosa roja sobre la cama tendida
pero no sé si quisieras permanecer conmigo en esa tierra que abandonamos hace tanto.
Aquella noche, cuando el reloj estalló y las sábanas se humedecieron hasta escurrir
y el gemido continuo despertó a la gata y a los seres inanimados de la casa
a cada búho de cerámica, los jarrones y los espejos
las sillas, las mesas, los cuadros y hasta los artefactos del baño
tampoco ahí, ninguno de los dos
dijo te amo.

Estoy cansado de pelear con tu lengua.
Que al lanzar las palabras al aire
signifiquen tantas cosas diferentes
como si no fueras, acaso
la otra cara de una misma moneda.
La cara que abre la boca y canta
y habla
y llora
esperando, como yo, un silencio.
Estamos cayendo. Estamos cayendo por un túnel húmedo.
El agua putrefacta permanece bendecida
por algunos peces pequeños.
Una ballena pasa de a ratos y engulle el krill de la angustia.
Eso me esperanza.
A veces la gata pregunta por mí.
Le contestás que estoy al caer, pero no quiero hacerlo sobre vos
como un náufrago que te hunde para salvarse.
Ni mezclar tu voz con la mía con tal de no oírte.
Por eso pongo en la orilla la débil luz de una lámpara de agua
como si fuera una estrella que viaja.
Ese cometa merecería tocarte.
Merecería partir tu corazón en dos mitades perfectas, lustrosas
una a cada lado de la historia.

Los recuerdos son pies que no caminan pero aplastan
tampoco esperan que estés menos sensible.
Me cansé de pedirte que no me buscaras en el tarot.
Que me preguntes a mí dónde estoy
¿te acordás?
Ya no sé donde estoy.
Creo que me perdí en alguna bocanada de humo.
Me cansé de pedirte que no fumés después del amor
es el momento de abrazar al otro
y proyectar el futuro. El momento más débil y sagrado.

Pero no voy a hacerte reproches. Prefiero seguir buscando algo imposible de mirar.
Una gorgona de cabellos horrendos que me haga salir corriendo a buscarte
donde todavía no hayas llegado.
O quizás un palacio de columnas jónicas blanquísimas
un patio de mármol a cielo abierto
donde me veas y recuerdes cuando andábamos unidos por el centro de los cuerpos.

Pero no sé. La tarde se fue. La gata maúlla y vos no le prestás atención.
Sabés que ella ve y conoce las cosas como yo.
Aunque ahora no hay ceniceros esparcidos por la casa
quizás es señal de que algo está cambiando un poco.

Hoy arreglé la canilla que perdía. No fue sencillo.
El vástago no se consigue
tuve que hacer que tornearan uno nuevo.
En el fondo conozco tu respuesta a mis pequeños esfuerzos.
Nada alcanza para rearmar los pedazos de lo que rompió el agua.
Tiendo la mano y no te encuentro.
Y siento el alma flotar entre los desechos.

Te pierdo y nos perdemos.
Te pierdo y nos perdemos

te pierdo
y nos perdemos.

Daniel Cáseres. (Intervención de un poema de Susana Villalba).



Daniel Cáseres nació en la ciudad de Morón, provincia de Buenos Aires, el 24 de enero de 1965.
Es analista de sistemas. Trabaja en el área comercial de una empresa de productos de consumo masivo.
También es catequista y coordina grupos de formación espiritual para jóvenes y adultos.
En el año 2012 su poema “Las Luciérnagas” salió publicado en la antología Detrás de la Palabra, compilado por César Melis de editorial Dunken. Esto último le dio el empuje necesario para buscar un espacio de literatura en donde desarrollar técnicas de escritura. Fue así como se encontró con Siempre de Viaje Literatura en Progreso, taller al que concurre desde ese mismo año. Ha leído en varios eventos literarios organizados por Karina Macció. Su primer libro de poemas se encuentra casi terminado.

lunes, 1 de junio de 2015

Alvaro Luquin reseña Materna


"Materna": hacia donde fuga el paisaje (por Álvaro Luquín).



Hazlo nuevo, dijo Ezra Pound…

Estoy cansado de estar muerto y ser, Juan Eduardo Cirlot…




Siempre me he preguntado, ¿a dónde fugan esas negras esferas que aparecen cuando olvido acontecimientos y personas? ¿A dónde fuga el tiempo cuando, separado de sus goznes, nos arrastra hacia donde todo se redefine en su ruina?

Materna me hizo pensar en el ángulo que se abre hasta ser casi imperceptible. Un ángulo cuyo grado va más allá de la medición y se desvanece “en el giro probatorio de los días” y se convierte en el “punctum” donde la memoria deviene en un sueño ajeno.

Dice Clement Rosset que un objeto es el doble de un objeto real imposible de aprehender, de concebir (a falta de modelo), por lo que me pregunto, ¿en qué punto se sitúa Ignacio Uranga para manifestar esa especie de antepalabra tan precisa en su construcción?




“Lírico e iluso, lo reconozco, de refucilos
corte psicotrópico y suspenso, acaso: un
fondo, extraño, de signos personales que
háblenme y convocan (…)”




Cuando intento escribir sobre un libro, siempre (inconscientemente), me formulo preguntas y respuestas a mí mismo, al escritor, al fragmento, sea como sea, intento avanzar sin esperanza pero al mismo tiempo sin miedo, cosa que es y a la vez no es posible en este libro. Existe el temor de hundirme como la “aristotélica Ophelia”, porque al leer Materna, recuerdo que todo es sorpresivo y a la vez conocido, como las caderas del amor se desvanecen al contacto de la amada y se transforman en el sino de la angustia.



Tubos clínicos, suero, gotas de sangre, rojo fuego, fucsia, bronce y mármol negro.
Ophelia sobre el río de sábanas blancas, sobre el negro del cáncer, sobre lo irremediable de su materia. La madre detenida, voltea en sueños y tranquila deviene en Ignacio para avecindarse en un Stalingrado de magnolias; luego se desplaza a Kentucky, California, Tenesse o Manhattan como  “inquina y duelo defogonazo (…)” en una lengua anglosajona no hablada.



Muchas veces la oscuridad, el hermetismo, hace que el lector se quede un paso atrás o adelante del sentido; en Materna no es así y a la vez lo es. Hay una construcción donde el lenguaje es amasado hasta que cada punto cambia de extremo; permutaciones meditadas, claras, precisas; no existe afán de sorprender ni de abusar del método, porque no hay método alguno: “urdimos algo que decir, cuando jamás pensamos qué y dijimos demasiado”; como Trakl George en Grodek, arrasado en nervios se desploma entre atardeceres, hastiado, feroz, afectado por las experiencias monótonas de otoño, aún sigue sostenido de la intermitencia , como lenta escritura deshojando espejismos  de algún roble.


¿Será preciso hablar de esperanza, cuando  todo por ser inconsecuente pasa y roza las fronteras de un Lower Manhattan, de un cruel Abril donde StearnThomas, en los cuidados intensivos de  Ophelia y Clara, disputa el significado o la finalidad del alcance de su escritura? Hay algo o más bien nada, cuando uno se hunde hasta las profundidades para emerger con los ojos inyectados de sangre a descubrir que todo sigue igual, que la memoria no pesa en los acontecimientos y al final no le queda de otra que rogar a Bennu, el egipcio, al antiguo Bennu egipcio: “donde acaso fueres: seas en mí, sé en mí”.


http://www.lagallaciencia.com/2015/05/materna-de-ignacio-uranga-por-alvaro.html