Aquí estoy en la noche oscura, amenazante de llovizna fresca de primavera, en la baranda de cemento de esta terraza a la que fui a dar casi por casualidad. Maúllo pidiendo algo qué comer y estoy seguro que ya pasaron varios días desde que estoy sentado acá, esperando. Es una quieta esquina de Caballito, un barrio que, todavía lejos de sus avenidas tiene casas bajas, y unas pocas antiguas como ésta, que conservan cierto esplendor. Sentado acá, negriblanco en la penumbra, le doy un toque venerable a la esquina.
En diagonal algo se preparaba hoy, día viernes, cuando el movimiento de la tarde va cesando junto con el tráfico en la zona, que no es especialmente movido casi nunca. Mientras algunas personas iban llegando, una mesa en la calle se transformaba en una especie de muestrario de libros, libritos y papelitos de colores. Tres mujeres se movían animadamente, en tanto que una de ellas, de rulos bastante densos, me miraba cada tanto con cierta incisividad. Más tarde trataría de forma infructuosa hacerme bajar. ¿Creería que un animal milenario como yo abandonaría tan privilegiada posición por un plato de leche? Se ve que estaba afectada por mi maullido, preveía que mi presencia sería molesta (los hechos posteriores lo confirmarían). No llegó a entender que yo quería bajar por donde había llegado. Este árbol tenía un frondoso follaje, a él subí en busca de una hospitalidad que recuerdo haber recibido de los habitantes de esta casa hace no mucho tiempo, y que ahora se niegan a darme por temor a que quiera quedarme para siempre. Sin embargo, de no mediar algún cambio, convertiré a esta casa en mi tumba. El árbol verdoso se convirtió en pocos minutos en un pelado tronco con ramas cuando llegó un camión lleno de ruidosos hombres, quienes con inusitada velocidad para su empleo público, cerraron mi puente de regreso a la calle. No me animé a saltar a tiempo y ahora no sé qué haré.
Reapareció allá abajo la de rulos que se puso una gorra negra, mientras seguían hablando sin parar. La oscuridad albergó la llegada de más y más gente que seguía entrando y acomodándose en un reducido espacio, entre más libros y libritos.
A último momento pude observar la llegada de un auto gris. Frenó en la esquina, retrocedió bruscamente y en una maniobra dejó el auto estacionado. Bajó raudo alguien con un bolso rojo, que fue lo único que pude distinguir de su equipaje, y pidiendo permiso se ubicó en un lugar al que mis gatunos ojos llegaban con detalle. Me llamó la atención desde un primer momento. Inquieto, fue acercándose a un mostrador mientras que sigilosamente comenzaba a acomodarse buscando un lugar donde apoyar sus brazos. No emitió palabra, apenas sonrió cuando alguien hizo un comentario y pareció entregarse al raro ritual que comenzó a transcurrir bajo la luz de una exigua bombita amarilla. Yo, que en otras vidas muchos muchos siglos atrás, fui testigo de otras ceremonias, puedo asegurar que nada cambió. Las personas se siguen reuniendo, oran, leen, unos escuchan a otros, luces destellantes, ritos de veneración, extraños momentos en que el silencio produce algo que hace de ligazón, de vínculo.
Pero volvamos a él, quien comenzó a sacar de su bolso rojo un estuche negro y de su interior un par de anteojos. Luego, a tientas, manoteó un cuaderno azulado y un lápiz de su saco. Desde acá pude leer lo que fue garabateando. Llueve ya, y por la calle pasa un carro tirado por un caballo. Su sonido se sobrepone a mi maullido y me transporta a vidas más recientes.
Verzura / tersura. Sentir óseo /sentir ocio.
Así anotaba:
Lectura entrecortada, una voz suave, tersa. Las partes del cuerpo de ella se van rearmando en los versos. En la presentación de su libro, se habló de la alquimia, de la pretensión de lo uno, del oro, de la transmutación. Óseo y ocio, blando y ternura de quien mira su cuerpo y el del otro al que ve diminuto, pero ya no le importa. Su rostro en el espejo no es el poema. El poema es otra cosa, no se puede ver en el reflejo sensible.
Escucho aplausos y veo el reacomodamiento de gente que sigue entrando. Hay una chica afuera que empuja para que todos entren. Me mira molesta, ¿será amiga de la de rulos? Él apoya la libreta, descansa y acerca sus manos una canasta con libritos pequeños. Mira la pared poblada de libros.
Anota en la página opuesta a la que ya había escrito, suelto en medio de la hoja:
Libros extraños estos: “White fungus, signatura, sacramental” Todos unidos por unas gomitas.
Y ahora sigue:
Lara, multifacética, ¿VJ?, filma y escribe poesía. Se le anima a todo. No la puedo ver. Cartas de Tarot, son la base de la serie: “su sueño yace, dos niños flor se ovillan, amor lucero”. La última carta es la del juicio final. Apocalíptico fin para la serie. (Nínive explota por no escuchar al profeta). ¿Lara es la mensajera?
Aplausos, luces que titilan. Ahora escucho la voz de un hombre.
“Di Peppe. Aspirante a ingeniero que escribe poemas. Me parece ver a su madre entre el grupo de escuchas atentos. Trabajaba en Metrovías y escribe: surcos, costuras, caminos. Son los rieles de su expresión. Él se desliza como un tren. Qué buena forma de leer. Me impregna.
¡Qué molesto y a la vez simpático este pingüinito de vino que hace las veces de maceta en el mostrador tan poblado! Así, no puedo escucharlo. Ese gato maúlla. ¿Caballos ahora? Los trenes ¿no le habían ganado? ¿Qué hacen acá? ¡Qué ruido!
Dejo de mirarlo porque se mueve. Se reacomoda, levanta su bolso, se saca los anteojos, revuelve otro canasto de libros. Todos se paran, se corren, sonríen y parecen movidos en forma circular. La de afuera insiste en que todos entren. Habla y casi sin empujar, mueve a todos hacia adentro.
De nuevo se ubica con su cuaderno. Se calza los anteojos y sigue con letra desprolija que llego a desmenuzar desde acá.
Mariana ¿Faierman o Faerman? “Cuatro pestañas, medio ojo”.
Lo veo moverse. Parece vacilar si seguir o no. Se pone como frenético a escribir.
Muerte, inventariar mi cuerpo, “Amar es mutilar un cuerpo y quedarse con pedazos”, clavar las uñas en la piel
|cuántas definiciones del amor|
Imposible coser sin mutilar, lo que sale a borbotones
|todo anatomía|
Está hecha de lápiz negro. Borrable. Mariana ¿qué querés decir? Me perturban tus versos.
“No este miedo, no este miedo”. Es como Pizarnik en el remate. Re mata.
Ahora Natalia Monsegur. El cuerpo cede su lugar a una topogeografía. Tormenta, pájaros, el desierto, sol pica, tierra roja, países sin luces (Natalia ve panorámicamente. ¿Es como Dios o Google Earth? Google, los gogles de Dios)
Agita la mano, parece que se ha cansado. No dejó de escribir ni por un segundo, aún mientras todos aplaudían. Arranca de nuevo…
Baleares, Gaviotas, potenciales formas de la poesía. Poemas geográficos de Natalia.
De Mariana a Natalia, es un paso del cuerpo como mundo, al mundo como cuerpo.
Más aplausos, mientras maúllo y sigo atentamente a ese cuaderno que se llena de notas. Nuevos giros, risas y la que empujaba, entra. Algunos salen un poco. Nadie se va.
Escribe:
Ceci: cicatriz, desgarro, cascarita
Karina: hielo fino, hoja del árbol familiar, vidrio fino, inerte
Vir: nacimiento, esperma iodado, sueños de colores.
La gente se va, de a poco, mientras reparten besos. Él sigue escribiendo concentrado.
Viajera primaveral, crónica provisoria. Ésta es una librería extraña, pero a la vez generosa. La estación más inestable no deja de ser la del despertar de las emociones. Yo también tengo miedo a tantas cosas que podrían ocurrirme hoy mismo, hoy a la noche. La poesía expresa al ser, o sólo fragmentos, es como la filosofía. No importa si entendés cada parte, la totalidad que busca el infinito no se encuentra en cada detalle, sino en el encadenamiento de personas que parecen hablar de lo mismo: lo inconmensurable de la creación, desde el nacimiento hasta el juicio final.
Lo veo estirarse, guarda los anteojos, el lápiz queda arriba del mostrador. Está por salir y agarra de un manotazo su casi olvidado instrumento de escritura. Ya no queda nadie adentro. Rápido se saluda con todos. Me mira fijo. Creo que no me ve con precisión. Sé un secreto que él no sabe de mí. Lo veo como he visto a otros que registraban los ritos funerarios, las reuniones secretas, las misas numerosas, las procesiones extensas y las plegarias más sentidas. Siento que me mira porque busca algo y no sabe qué.
Su mochila roja guarda crónicas que tarde o temprano expondrá a otros.
Por fin, cruza despacio la calle, se sube al auto y sin mirarme arranca. Con un bocinazo corto desaparece.
Yo no estaré mucho más tiempo en este mundo.
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