Como un abanico
Por Loreley El Jaber
Como un abanico, el
libro de Virginia Janza, Lado Géminis,
se abre al lector ofreciéndole una amplia serie de caminos a recorrer. No es
casual que empiece estas palabras con la referencia a un abanico precisamente,
un objeto tan femenino, que hace al arte de la seducción y a su vez al arte del
esconder; un objeto que se pliega y se despliega, se muestra, se guarda, se
esconde, se agita, se mueve al vaivén de la mano y de los ojos de la mujer que
lo ostenta, de la historia que esos ojos disimulan o exhiben, del hombre que
los ausculta. No es casual porque Lado
Géminis es un abanico, su movimiento, su feminidad, su apuesta cifrada
puede ser contenida en este objeto, en la idea del abanico, o al menos propongo
leerlo como si así fuera.
Dividido en cuatro partes, plegadas entre sí,
cada una de ellas está unida al resto y a su vez es autónoma, posee sus propios
epígrafes, sus propios temas, sus propios modos de versificar o de narrar; cada
parte nombra a su modo, calla a su modo, pero en todas ellas hay una mujer que
se planta y dice la pérdida que trae el tiempo, dice la nada, se dice una y
diversa, se piensa de a pares, en espejo, duplicada. En suma, una mujer que
dice y simultáneamente calla, oculta; una mujer que sin ambigüedades declara:
“siempre hay una fosa”. Este verso se refleja en otro del citado poema de
Mercedes Roffé: “la memoria del hueco”, imagen tan efectiva para este libro,
tan definitoria del mismo. Porque
aquí leemos la historia del hueco conscientemente escondida, ocultada –“así
quedás/ recatada palabra/ que muere dentro mío”– pero también (o quizás por eso
mismo) siempre presente. Virginia Janza dice el hueco una y otra vez, ostenta
el gesto del ocultamiento, nos muestra un no-decir constitutivo, identitario,
un silencio plagado de sentido que surge ante la imposibilidad de enunciarlo
todo: “y eso me cuesta/ renunciar a pedazos de mi cuerpo/ borrar pedacitos de
mi historia/ qué digo/ grandes partes de mí/ aunque una no quiere/ morir en el
intento”.
Ese todo que es
cuerpo e historia, hueco y memoria, que es fosa iluminada, es parte de un yo
complejo marcado por un movimiento incesante de contención y desborde: “la
represa ha soltado/ la represa ha soltado las palabras/ y ya no nos podremos
nombrar”. El sujeto es innombrable, hay algo del orden de su esencia, de su
identidad, que es inasible. En algún momento lo confiesa: “me temo
inaprensible”, y ese temor –que es autodefinición, autorretrato breve y aéreo–
se sostiene en una constante dualidad, en un nosotros que también es alcanzado
por lo innominado. Indecible pero audible, indefectiblemente presente:
“escuchando solamente esa voz/ que late por dentro/ tuc tuc/ tuc tuc/ tuc tuc/
tuc tuc/ (no te pierdas)”.
Lado Géminis,
fiel a su título, se construye en base a un juego de pares que, o bien se
sostiene en la materia de la poesía, o bien lo hace mediante un juego dialógico
de voces que se entabla incluso gráficamente a través del uso de la cursiva y
del paréntesis: “qué escisión estúpida aconsejarías/ vos, cirujano de órganos
tibios/ ¿amputarme la mirada de una vez?/
¿dejar salir la lengua-jirafa?/ Nada
de eso…”; “alguna vez fuimos/ parejos/ (¿podés sentirlo todavía?)”.
El cuerpo amputado,
amputable, como el yo plural innombrado e innombrable, como el todo imposible
de abarcar. Lo asible resulta tan poco, lo real tan pequeño. Así entra el
tiempo en este libro, el paso del tiempo y con él el aprender: “Hubo un tiempo
en que fui… pero luego supe”. El saber es decepción; el crecimiento que traen
los años, deriva. No hay resguardo en el presente, allí el único refugio
posible es el pasado: “en el agua parecíamos no ser/ nosotros en el tiempo/
jugábamos carreras de nado/ resbalábamos barrenador/ flotando quietos/ panza
arriba/ caminata lunar en el fondo/ escamas nos unían la cola de sirena/ más
allá las frías corrientes/ los bancos de arena/ espuma amarilla/ tus ojos
minerales/ reflejos/ estupefacto ojo/ siguiéndome a todas partes”. La belleza
de la memoria de una dupla a nado perdura en el ojo de la ya no tan joven y encuentra,
por suerte, palabra.
La monotonía del hoy
clausura el viaje, lleva a buscar el camino a tientas y a perderse, lleva a
preguntarse: “qué sigue cuando el tiempo consume”. Janza nos regala un sendero,
construye trabajosamente un espacio de contención al desborde de un tiempo
amplio que se ramifica y así socava toda imagen de arraigo, de seguridad
terrosa. El sendero es, como no podía ser de otro modo, una imagen conjunta:
“la fosa y la orilla”; imagen cuya apuesta se ve reforzada en un doblez genuinamente
geminiana, desde el que sugiere “mantener la boca cerrada/ apretar fuerte los
labios/ y no permitir la huida” y a su vez exponer por completo la piel “porque
cuanto más carne/ más roja/ más suelta”.
El pliegue del
abanico no se ve, nadie repara en ese pequeño fragmento contenido y reiterado,
que se esconde, que hace al movimiento, que permite su rítmica seducción
desplegada. Lado Géminis muestra cada
pliegue y asimismo lo abre entero, lo sacude, lo detiene. Virginia Janza exhibe
al mismo tiempo una piel rojamente abierta y un par de labios fruncidos, una
boca lacrada.
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