Aquí, un adelanto de su novela Wonderboy
Level 9
Tenés que olvidarte, si no hay hilo por
dónde ir tirando, dijo Viento en relación a Sirena, lo mejor es que te olvides.
Ese día bajamos a Barcelona con nuestras cabezas rapadas y una pseudo cresta
con la intención de festejar mi recibimiento en el curso de periodismo. Mohawk,
había dicho Cepillo que se le decía a nuestro peinado. No le entendí y respondí
que yo era Wonderboy, no mohawk, y que Viento era Viento, no mohawk. Con algo
de atraso había logrado terminar el curso de periodismo. Después de entregarme
el diploma y una banda que supuestamente debía llevar cruzada durante toda la
graduación, uno de los profesores me llamó a un costado. Durante la cursada,
habíamos tenido conversaciones interesantes sobre cómo la producción de
noticias y agendas mediáticas había confinado al mundo a vivir en un mundo de
ficción. De alguna manera, nuestras posturas disidentes, nos habían acercado en
el plano humano. El profesor quiso saber si estaba teniendo problemas con las
drogas porque me veía desmejorado. Yo le pregunté si era por mi mohawk. Por
todo, dijo, tu ropa, tu olor, tu delgadez. Le contesté que era una coincidencia
porque yo a él también lo veía desmejorado. De pronto, me vi hablando con las
mismas palabras que usaba Cocaína o Cepillo, le decía que era un cipayo del
sistema, que su vida transcurría con una linealidad aterradora, que habría de
morir sin haberse sentido libre, no por falta de voluntad, sino por pereza
moral que era aún peor. Le dije que me daba pena. Me acuerdo de su cara
desfigurándose y de como esa sonrisa de profesor que ha cumplido con eficacia
la tarea de educar se deshizo en una mueca irregular, difícil de catalogar,
algo triste, de payaso que acaba de quitarse el maquillaje. Nos robamos tres
botellas de vino espumante y nos fuimos con Viento de nuevo para La Fiera.
Wonderboy había aprendido a ladrar. Del mismo modo en que había incorporado la
cantata anti-imperialista a través de una especie de osmosis basada en la
repetición de conceptos, me había contagiado de la ferocidad de la Fiera.
Volvimos en bicicleta aullando como perros o lobos, riendo del miedo que
provocábamos a los muertos vivientes. Sentados en la terraza, viendo como el
jardín comenzaba a dar sus frutos, Viento repitió que tenía que olvidarme de la
Sirena. Debería, dije. Con la cabeza ligeramente tirada hacia atrás –al
principio pensé que estaría buscando alguna constelación en especial-, Viento
volvió a aullar. Yo aullé también. No supe sus razones, las mías, sospecho
ahora, se debieran a una necesidad de desahogo, como si quisiera ahuyentar un
dolor futuro. Al rato salieron las mariposas y las Almas Regentes y nos pusimos
a aullar todos juntos. Hay una nota de El País que aún tengo guardada, que dice
que la noche del 15 de abril de ese año se registraron cerca de un centenar de
denuncias por una epidemia de lobos salvajes. Lo gracioso es que no hubo un
solo avistamiento. Y si aquel día aullamos como lobos, el día siguiente no
pudimos parar de reír. Cepillo dijo que debíamos comprar los diarios para ver
si habían denunciado una horda de hienas. Las risas nos infundían el coraje que
hasta ahora nos faltaba, o mejor dicho, no habíamos tenido necesidad de que
saliera a relucir. Nos sentíamos gigantes, fuertes, indestructibles.
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