Nació en Buenos Aires en 1960. Lo hizo bajo el signo de Tauro, siendo éste
un dato que al ser revelado en alguna conversación, suele espantar a sus
interlocutores (no sabe aún cuál es el motivo).
Descubrió, de chico, la lectura a través de Verne y Salgari. Dio más de 80
vueltas al mundo para decidir que ya era hora no sólo de leer, sino también de
escribir. Su puerta de entrada fue la poesía (tampoco sobre esto
tiene una explicación).
Vivió en Israel dos períodos largos e intensos, en la adolescencia y la
adultez, ambos ligados a ampliar sus conocimientos y experiencia. En el último,
terminó una Maestría en Educación.
Es psicólogo con formación psicoanalítica, docente y trabaja como
responsable de Desarrollo y Comunicación Interna en una empresa nacional. Por
todo esto, siempre tuvo que enfrentar a la palabra y sus efectos (así como sus
afectos).
Escribe colaboraciones para el diario Clarín, es miembro editor y redactor
de la revista Ergo y ha presentado libros de su especialidad.
Ha participado en lecturas colectivas de textos poéticos, publicó en la
página web de siempredeviaje, en la colección Poesía Portátil. Con Karina Macció perdió el temor a que alguien escuche y
lea sus escritos, imaginando así que su prematuro deseo de escribir novelas de
corsarios -para lo cual había estudiado con ahínco diseño de carabelas- podría
convertirse en un libro de poemas, que por fin publicó con Viajera en
2009: Estuche Negro, color con el que el autor honró y evocó a su corsario
más admirado.
MI
MATE Y YO
Mate de yerba orgánica
te chupo
y me absorbés
te alojás caliente
en las entrañas
te dan la bienvenida
mis vísceras
cuando sorbo lento
tus impropiedades
despertarme
distraerme
te beso con fuerza
ver tu caer en el hueco
verterte y volver a
tomarte
tu calabaza
me hace hervir
entonces vuelvo a
llevarte
a mis labios
fruncidos
pido siempre más
sentir tu afecto
tu afección interna
intestinal
dos veces al día
aunque deba rogar:
-por favor, no enfríes
tu tibieza.
Este amor
parece estar perdido
de antemano
no recíproco
orgánico
verde
imposible
amor vicioso
forzado
vos, matecito mío
y yo.
CARA
DE FELIZ CUMPLEAÑOS
Ah, que
tremendo cuando te hacen eso. Eso que
con toda tu alma deseabas que nunca ocurriera. Nunca tener que vivirlo. Nunca.
Te habías
mirado a espejos cientos y miles de veces. Una sola inquietud te pegaba fuerte:
¿cómo sería verse sin anteojos? Lo habías intentado. Precisabas acercarte
demasiado para verte y ello suponía estar ojo contra ojo, una cercanía que
deformaba. De lejos no eras más que un borroneo, tenues confines del cuerpo,
terreno donde los gestos no sobrevivían a las impotentes retinas.
Al Italpark
se llegaba en el 124, marrón y negro. Desde Almagro era el puente al
maravilloso mundo de los autitos chocadores, la temible montaña rusa -que se
podía ver desde Callao justo allí donde empieza a bajar hacia Libertador-, las
tazas que te hacían vomitar, y el tiro de puntería con una pelota hecha con una
media (no logro recordar las otras delicias de tan sofisticada kermesse). Las
fichas para ingresar a los juegos eran de colores, rojas y azules, bien
grandotas. Las vendían en unas casillas de madera instaladas en medio del
parque. Ibas siempre con el dinero justo y tenías que negociar cada peso con
tus padres. Excepto el día de tu cumpleaños. Ese día especial salías con la
cédula, la mostrabas y tenías todo a disposición. Gratis.
Claro, iban
en banda. Un conjunto de amigos y amigas que se habían conocido hace poco, en
el colegio secundario. En primer año empezaste a sentir el impulso de armarte
un grupo que te permitiera sacar afuera lo que venías aguantando en el colegio
anterior, donde no eras el más favorecido. Bueno, ser el gordito de anteojos,
medio inhibido, no te había permitido profundizar mucho en las amistades. Más
bien andabas a la defensiva, cuidándote de que no te cargaran. El fútbol no era
tu pasión y ni siquiera los lunes charlabas demasiado con los chicos de tu
grado.
Desde el
primer día del nuevo cole te paraste distinto. Nada de dejarte bravuconear.
Plantaste bandera y dijiste: acá estoy. Al fin y al cabo, siendo buen alumno y
con un poco de canchereada, podrías salirte del anonimato y ganarte un
lugarcito. No te había ido nada mal con aquella nueva estrategia y era el día
de tu cumpleaños, con permiso para jugar hasta cansarte.
Todo iba
bien. Ya tenías las fichas. Empezaron como siempre por los chocadores. Había
olor a quemado por las chispas que sacaban esos cochecitos comandados por
locos, con el único objetivo de embestir al prójimo, darle fuerte como para que
la sacudida lo dejara temblando. La regla era molestar, empujar. Lo que hedía
era, tal como vos me dijiste, toda la bestialidad humana suelta en un permiso
transitorio y fugaz. La fila era larga, pero llegaron y la pasaste bien. A
medida que la tarde avanzaba te sentías cada vez mejor.
En un
momento todos acordaron ir al laberinto de espejos. Rara decisión. En general
no era el lugar más solicitado. Pero ese día con todas las fichas disponibles,
¡qué te molestaba gastar una en algo que no te encantara! Allá fuiste. Para
cuando te diste cuenta estabas adentro del laberinto. Te empujaron, muy rápido
y sobre todo más veloz fue Nuñez –que llegaste a odiar hasta las tripas- quien
te sacó de la cara de un tirón, los anteojos de carey beige que tantos años
usaste. Medio perdido, solo, te mandaron adentro, mientras escuchabas sus risas
y la bruma te envolvía. No podías no
jugar el juego. Se suponía una broma amistosa. Pero vos sabías de la crueldad.
Era lo peor para vos. Más humillante que bajarte el pantalón Acá estabas
condenado a ver que no veías, estabas atrapado en una paradoja. No podías dejar
de estar ahí y al mismo tiempo sentir el odio contenido, la ira de haber sido
burlado, el eco de las risas de las chicas, especialmente de Claudia tan
parecida al de una hiena. Ahora sólo era eco. Seguramente sería fácil salir.
Nadie instalaría un laberinto de espejos deformantes sin que existiera una
salida sencilla. Habías caído en la trampa. Cada espejo que se pegaba a tu
cara, más y más transpirada por la mezcla de la risa nerviosa y el sudor, te
hería más. Te desgarraba peor. Qué tonto habías sido al confiar. Haber creído
que podías ser otro. Seguías siendo el mismo tonto de anteojos al que encima lo
habían despojado de su única protección. Te habían echado al foso de los
leones, a la arena del circo, mientras todos miraban como te humillabas por no
saber pelear, y el pulgar para abajo indicaba haber sido condenado. Nadie te
miraba. No podías saber de los otros. No alcanzabas a verlos.
Finalmente
saliste y te estaban esperando.
Sabías que tenías
que sonreír y lo hiciste. Debías seguir su juego. Mientras pensabas con rabia
contenida que eso tenía nombre: ser
el gordito de anteojos, al que humillaban. Que no había máscara que valiese.
Al Italpark
lo cerraron pocos años después. No volviste, ni frecuentaste a ese grupo de
amigos.
A mí me lo
pudiste contar mucho tiempo y muchos cumpleaños después. Llorabas y
transpirabas. La broma fue desgraciada, ni siquiera el paso del tiempo había
cicatrizado sus efectos.
Aunque ya
no usaras más aquellos anteojos, te seguías viendo un gordito en cada superficie espejada y recodo del camino,
permanente desdichado de una cruel burla.
De aquel
laberinto deformante nunca pudiste salir.
HOJAS
Que no lloren
aquellas hojas, las que amarillan la vereda.
Papá nos deja
en la puerta del cole. El santo y seña de la despedida es una sonrisa. Para que
vaya donde lo esperan. Antes estuvimos mirando el auto de María Leonarda y
Betina. Las hermanas Pipkin. Decíamos de ellas: las princesas. Su padre
no las dejaba bajar hasta que el colegio no abriera de par en par los portones
del palacio. Nosotros, caballeros, esperábamos aunque hiciera frío (¡qué frío
en las mañanas de invierno!). Adentro la bizca vicedirectora (hija del
fundador) mueve con la mano el mimeógrafo. Un árbol calvo es la imagen del día
que duplicará en tintes de azul. Es aquel árbol pelado que apenas nos cobijó en
la mañana con llovizna. Mi hermano extraña y llora, yo lloro porque él extraña.
Nos revolcamos, mientras la directora (la otra hija del fundador), nos mira.
Calcula el tiempo. El del recreo, que eran dos timbres.
Uno: a pararse
en el lugar que estuvieras, un juego de estatuas para nosotros.
Dos: aflojarse
para ir rapidito al aula.
En esa calle
de Almagro en el baño del subsuelo hay olor a lavandina, que saboreo como una
madalena rancia que me transporta al Tiempo Perdido. En el meadero vacío, de la
escuela semiprivada adscripta a la educación oficial, donde el orgullo era el
cuadro de honor, existen hojas chamuscadas por ruedas de autos que se espejan
en las número dos, las número cinco, las canson lisas, las rayadas como las
hijas del fundador y las cuadriculadas que mi mamá nos compraba suponiendo que
no llorábamos.
En la
despedida, las mórbidas hojitas, revolotean alrededor de las dos que no bajaban
del carruaje, cuando mi padre se iba a trabajar y un guiño aseguraba que no
volvería más.
Santo y Seña.
Partida.
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