jueves, 9 de agosto de 2012

Ricardo Czikk en Viajera Visita

 
Nació en Buenos Aires en 1960. Lo hizo bajo el signo de Tauro, siendo éste un dato que al ser revelado en alguna conversación, suele espantar a sus interlocutores (no sabe aún cuál es el motivo).
Descubrió, de chico, la lectura a través de Verne y Salgari. Dio más de 80 vueltas al mundo para decidir que ya era hora no sólo de leer, sino también de escribir. Su puerta de entrada fue la poesía  (tampoco sobre esto tiene una explicación).
Vivió en Israel dos períodos largos e intensos, en la adolescencia y la adultez, ambos ligados a ampliar sus conocimientos y experiencia. En el último, terminó una Maestría en Educación.
Es psicólogo con formación psicoanalítica, docente y trabaja como responsable de Desarrollo y Comunicación Interna en una empresa nacional. Por todo esto, siempre tuvo que enfrentar a la palabra y sus efectos (así como sus afectos).
Escribe colaboraciones para el diario Clarín, es miembro editor y redactor de la revista Ergo y ha presentado libros de su especialidad.
Ha participado en lecturas colectivas de textos poéticos, publicó en la página web de siempredeviaje, en la colección Poesía Portátil. Con Karina Macció perdió el temor a que alguien escuche y lea sus escritos, imaginando así que su prematuro deseo de escribir novelas de corsarios -para lo cual había estudiado con ahínco diseño de carabelas- podría convertirse en un libro de poemas, que por fin publicó con Viajera en 2009: Estuche Negro, color con el que el autor honró y evocó a su corsario más admirado.


MI MATE Y YO

Mate de yerba orgánica
te chupo
y me absorbés
te alojás caliente
en las entrañas
te dan la bienvenida
mis vísceras
cuando sorbo lento
tus impropiedades
despertarme
distraerme
te beso con fuerza
ver tu caer en el hueco
verterte y volver a tomarte
tu calabaza
me hace hervir
entonces vuelvo a llevarte
a mis labios
fruncidos
pido siempre más
sentir tu afecto
tu afección interna
intestinal
dos veces al día
aunque deba rogar:
-por favor, no enfríes tu tibieza.
Este amor
parece estar perdido
de antemano
no recíproco
orgánico
verde
imposible
amor vicioso
forzado
vos, matecito mío
y yo.


CARA DE FELIZ CUMPLEAÑOS

Ah, que tremendo cuando te hacen eso. Eso que con toda tu alma deseabas que nunca ocurriera. Nunca tener que vivirlo. Nunca.
Te habías mirado a espejos cientos y miles de veces. Una sola inquietud te pegaba fuerte: ¿cómo sería verse sin anteojos? Lo habías intentado. Precisabas acercarte demasiado para verte y ello suponía estar ojo contra ojo, una cercanía que deformaba. De lejos no eras más que un borroneo, tenues confines del cuerpo, terreno donde los gestos no sobrevivían a las impotentes retinas.
Al Italpark se llegaba en el 124, marrón y negro. Desde Almagro era el puente al maravilloso mundo de los autitos chocadores, la temible montaña rusa -que se podía ver desde Callao justo allí donde empieza a bajar hacia Libertador-, las tazas que te hacían vomitar, y el tiro de puntería con una pelota hecha con una media (no logro recordar las otras delicias de tan sofisticada kermesse). Las fichas para ingresar a los juegos eran de colores, rojas y azules, bien grandotas. Las vendían en unas casillas de madera instaladas en medio del parque. Ibas siempre con el dinero justo y tenías que negociar cada peso con tus padres. Excepto el día de tu cumpleaños. Ese día especial salías con la cédula, la mostrabas y tenías todo a disposición. Gratis.
Claro, iban en banda. Un conjunto de amigos y amigas que se habían conocido hace poco, en el colegio secundario. En primer año empezaste a sentir el impulso de armarte un grupo que te permitiera sacar afuera lo que venías aguantando en el colegio anterior, donde no eras el más favorecido. Bueno, ser el gordito de anteojos, medio inhibido, no te había permitido profundizar mucho en las amistades. Más bien andabas a la defensiva, cuidándote de que no te cargaran. El fútbol no era tu pasión y ni siquiera los lunes charlabas demasiado con los chicos de tu grado.
Desde el primer día del nuevo cole te paraste distinto. Nada de dejarte bravuconear. Plantaste bandera y dijiste: acá estoy. Al fin y al cabo, siendo buen alumno y con un poco de canchereada, podrías salirte del anonimato y ganarte un lugarcito. No te había ido nada mal con aquella nueva estrategia y era el día de tu cumpleaños, con permiso para jugar hasta cansarte.
Todo iba bien. Ya tenías las fichas. Empezaron como siempre por los chocadores. Había olor a quemado por las chispas que sacaban esos cochecitos comandados por locos, con el único objetivo de embestir al prójimo, darle fuerte como para que la sacudida lo dejara temblando. La regla era molestar, empujar. Lo que hedía era, tal como vos me dijiste, toda la bestialidad humana suelta en un permiso transitorio y fugaz. La fila era larga, pero llegaron y la pasaste bien. A medida que la tarde avanzaba te sentías cada vez mejor.
En un momento todos acordaron ir al laberinto de espejos. Rara decisión. En general no era el lugar más solicitado. Pero ese día con todas las fichas disponibles, ¡qué te molestaba gastar una en algo que no te encantara! Allá fuiste. Para cuando te diste cuenta estabas adentro del laberinto. Te empujaron, muy rápido y sobre todo más veloz fue Nuñez –que llegaste a odiar hasta las tripas- quien te sacó de la cara de un tirón, los anteojos de carey beige que tantos años usaste. Medio perdido, solo, te mandaron adentro, mientras escuchabas sus risas y la bruma te envolvía. No podías no jugar el juego. Se suponía una broma amistosa. Pero vos sabías de la crueldad. Era lo peor para vos. Más humillante que bajarte el pantalón Acá estabas condenado a ver que no veías, estabas atrapado en una paradoja. No podías dejar de estar ahí y al mismo tiempo sentir el odio contenido, la ira de haber sido burlado, el eco de las risas de las chicas, especialmente de Claudia tan parecida al de una hiena. Ahora sólo era eco. Seguramente sería fácil salir. Nadie instalaría un laberinto de espejos deformantes sin que existiera una salida sencilla. Habías caído en la trampa. Cada espejo que se pegaba a tu cara, más y más transpirada por la mezcla de la risa nerviosa y el sudor, te hería más. Te desgarraba peor. Qué tonto habías sido al confiar. Haber creído que podías ser otro. Seguías siendo el mismo tonto de anteojos al que encima lo habían despojado de su única protección. Te habían echado al foso de los leones, a la arena del circo, mientras todos miraban como te humillabas por no saber pelear, y el pulgar para abajo indicaba haber sido condenado. Nadie te miraba. No podías saber de los otros. No alcanzabas a verlos.
Finalmente saliste y te estaban esperando.
Sabías que tenías que sonreír y lo hiciste. Debías seguir su juego. Mientras pensabas con rabia contenida que eso tenía nombre: ser el gordito de anteojos, al que humillaban. Que no había máscara que valiese.
Al Italpark lo cerraron pocos años después. No volviste, ni frecuentaste a ese grupo de amigos.
A mí me lo pudiste contar mucho tiempo y muchos cumpleaños después. Llorabas y transpirabas. La broma fue desgraciada, ni siquiera el paso del tiempo había cicatrizado sus efectos.
Aunque ya no usaras más aquellos anteojos, te seguías viendo un gordito en cada superficie espejada y recodo del camino, permanente desdichado de una cruel burla.
De aquel laberinto deformante nunca pudiste salir.


HOJAS

Que no lloren aquellas hojas, las que amarillan la vereda.
Papá nos deja en la puerta del cole. El santo y seña de la despedida es una sonrisa. Para que vaya donde lo esperan. Antes estuvimos mirando el auto de María Leonarda y Betina. Las hermanas Pipkin. Decíamos de ellas: las princesas. Su padre no las dejaba bajar hasta que el colegio no abriera de par en par los portones del palacio. Nosotros, caballeros, esperábamos aunque hiciera frío (¡qué frío en las mañanas de invierno!). Adentro la bizca vicedirectora (hija del fundador) mueve con la mano el mimeógrafo. Un árbol calvo es la imagen del día que duplicará en tintes de azul. Es aquel árbol pelado que apenas nos cobijó en la mañana con llovizna. Mi hermano extraña y llora, yo lloro porque él extraña. Nos revolcamos, mientras la directora (la otra hija del fundador), nos mira. Calcula el tiempo. El del recreo, que eran dos timbres.
Uno: a pararse en el lugar que estuvieras, un juego de estatuas para nosotros.
Dos: aflojarse para ir rapidito al aula.
En esa calle de Almagro en el baño del subsuelo hay olor a lavandina, que saboreo como una madalena rancia que me transporta al Tiempo Perdido. En el meadero vacío, de la escuela semiprivada adscripta a la educación oficial, donde el orgullo era el cuadro de honor, existen hojas chamuscadas por ruedas de autos que se espejan en las número dos, las número cinco, las canson lisas, las rayadas como las hijas del fundador y las cuadriculadas que mi mamá nos compraba suponiendo que no llorábamos.
En la despedida, las mórbidas hojitas, revolotean alrededor de las dos que no bajaban del carruaje, cuando mi padre se iba a trabajar y un guiño aseguraba que no volvería más.
Santo y Seña.
Partida.






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