viernes, 29 de noviembre de 2013

"Suspendidos" de Ricardo Czikk


Max Ernst

Suspendidos
                                                                                                                                                                                      Hold infinity in the palm of your hand
                                                                                    and eternity in an hour
                                                                                    William Blake

Una pareja joven quiere tener su primera vez. Su inicio. Ninguno de los dos sabe cómo es eso. No se confiesan que confían mucho en el otro y poco en sí mismos. Revelar este íntimo temor mostraría un gesto de debilidad que acabaría con todo. Saben del amor y el deseo que está a punto, de las caricias sigilosas en los pechos de ella, de los dedos de ella que bajan el cierre del pantalón de él, pero que no se ha animado todavía al contacto con la piel. Apretar, moverse, insinuarse, apenas. Nadie lo ve a él ahora en la puerta del instituto de inglés, mientras la espera. Fue clarísima Andrea. Ése era el punto. Arturo no puede creer al verla salir: rubia, jeans apretados, remera lila, empieza a bajar tres escalones furtiva, mirando. ¿Había cumplido él? Claro que sí. 
Los padres irrumpen en la escena con un: Esto se tiene que terminar. Pero es en particular la madre que fuerza. Desea ocupar el lugar de su hija. El padre de Andrea comenzó con su secretaria. La hija sabe que el diafragma es la intervención materna en el ginecólogo de la familia, el Doctor Roizen, testigo de la infamia paterna. La otra rubia, platinada, artificial, apretada y ansiosa por ganar más, pide cuidarse del embarazo extemporáneo, ectópico. 
La descomposición se hace patente, es el avejentarse de todos.
Pleno, ingenuo de su papel en la historia, Arturo admira como ella planea sobre cada escalón, se detiene en el aire, no termina de bajar. Un hada, una diosa olímpica, piensa y sueña que sigue soñando con tenerla. Se siente extraño, extrañado de sí. ¿Cómo semejante belleza, semejante mujer, le permitió tanto? Cómo él, que siempre se quedó mirando desde afuera a las lindas, a las que eran para otros, para los que jugaban bien al fútbol, para los líderes? Desconoce. Se le estrangula la panza. Hasta el momento ha seguido el camino banal de asegurarse la línea de colectivo que los llevará al lugar mágico e inhóspito, un hotel lejos de todo lugar conocido. Subirían juntos, en silencio. Ella se sentaría en un asiento individual. la hora pico y él apenas se sostendría de una barra vertical, intentando equilibrarse al ver cómo ella se pintaría los labios, hacerse más mujer, hacerse demasiado deseable para soportar ese viaje. 
La orden ha llegado como personaje de terror, interrumpe el tiempo, quema los cartuchos. Detiene a Andrea antes de bajar el último escalón del William Blake Institute. Película detenida. Mientras él sueña, ella respira y su diafragma se agita en espasmo que la sacude hasta el perineo.  
El padre a esa hora del crepúsculo llega muy panzón a la casa. Se mira en el egoísta espejo del ascensor y se percibe joven. Como nunca antes. Recuerda con agitación entre sus piernas, los ambiciosos espejos del hotel, la cola redonda, la espalda brillando perlada por las gotitas de sudor, mientras el narcisismo de los amantes se alberga en el engaño. 
Ahora la escena es tomada por la hipocresía burguesa. Pequeña. La falsa conciencia de clase. El padre de Andrea penetra una subordinada, tal como lo haría un señor feudal acreedor al jus prima noctis. El consentimiento de ella no le quita dramatismo a la escena. Cabalga sobre su posesión, una parte ínfima de sus activos en negro y que su declaración jurada omite.
Arturo sabe que es todo simulacro en aquella casa, pero se resiste a confesárselo. Prefiere seguir jugando a las escondidas. La campanita con la que llaman al servicio, la impecable cocina, el comedor diario donde cenan, el amoroso tratamiento entre ellos, (ay mi amor, si gordo, claro hermosa, cómo no honey), lo abochorna cuando lo compara con su padre metiendo el tenedor en la ensalada, a su madre sirviendo la primera pata de pollo al rey de la casa que no agradece, que come gutural, su madre con delantal en la cocina que se quedará lavando los platos. Sola. 
Arturo sigue en vilo, casi ingenuo se podría decir. Andrea continuaría laboriosa, puntillosa se maquillaría también los ojos en medio del vaivén imaginable de un colectivo que no frena en la luz amarilla. Simularían ser mayores de edad y que los dejaran entrar. Sueñan con los ojos abiertos una escena confusa en la que se hallarían a bordo  de un vehículo que los llevaría al destino.
La madre llora desconsolada por lo que está perdiendo, mientras tanto intenta leer un libro de arte expandida en la cama matrimonial tipo king size, enorme para refugiarse de su futuro: grupos de mujeres solas, té por la tarde, suspirar por la usurpación de juventud, por las otras que le robaron el sueño de exclusividad.
Arturo no sabe inglés y no entiende el folleto que le entregan en la puerta, un segundo antes de que Andrea aparezca. Toma en la palma de su mano el grano de arena de la eternidad. El infinito se abre y cae entre sus grietas (¿por qué será que creemos en la solidez del infinito?).
La eternidad en una hora puede ser demasiado vertiginosa. Todo consiste en la convergencia de los tiempos. 
Arturo queda suspendido, congelado, se suma al Olimpo de Andrea.
Suspendida la respiración, se revela su artificialidad, su automatismo.
Andrea, suspendida, etérea y hermosa, no bajará nunca de aquel escalón.


Ricardo Czikk

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