Al final del invierno, encontraron
muerto a Shlomo en su casucha del callejón más oscuro del gueto. El
viejo estaba casi momificado: piel y huesos, los brazos rodeando las
rodillas como abrazando un último calor en el centro de sí mismo.
Ese viernes en la Sinagoga, al
anochecer, el Rabbi habló de Shlomo. Recordó los tiempos en que un
Shlomo más joven visitaba las casas y todavía tenía la milagrosa
habilidad de reparar pequeñas cosas a cambio de unas monedas.
Reparaba los juguetes mecánicos de los niños, los relojes, y los antiguos y pesados molinillos de café.
Con los años, sus manos habían perdido ese don y su dueño esa ínfima
fuente de ingresos.
“Pero atención. Shlomo no murió de
hambre, ni de sed, ni de frío. No murió por ser pobre o estar
enfermo, o viejo.
(una pausa dramática)
Shlomo murió de soberbia y de timidez.
Por orgullo, no golpeó la puerta de ninguna de nuestras casas para
que le permitiéramos arrimarse al fuego del hogar, con un tazón de
borscht en las manos. Y por timidez de no arriesgarse a ser
rechazado.”
Recorrió la sinagoga un murmullo de
asombro por la sabiduría del Rabbi, asombro que se fue transformando
en asentimiento. Cabezas que miraban hacia los costados y luego
knikten vigorosamente.
Prosiguio: “Qué bien nos sentiriamos
si esa fuera toda la verdad. Qué conveniente y cómodo sería, pero no.
Shlomo murió por todas las causas que nombré, pero además porque en
todo el invierno ninguno de nosotros, incluyéndome, fuimos capaces de
ir a golpear a su puerta para ver cómo se encontraba, o qué precisaba: también
murió de abandono y desinterés. Cuántas causas para una sola muerte.”
Ernst Herzl, Historias del Rabbi Ben
Ezra, Viena, 1897.
[trad.2010]
Jan De Jager, Relámpagos Vol. I.
Pronto por Viajera
No hay comentarios:
Publicar un comentario