Siempre le tenía una particular aversión al Orsai. Venía del fútbol;
tempranamente, y jugando de mediocampista en cancha de once, no podía
entender a los delanteros que quedaban en Orsai o, en otras acepciones
menos lunfardas, “fuera de juego”, en “posición adelantada”. Todavía no
comprendo bien por qué surgía en mí aquel odio. Recuerdo que se los
reprochaba con violencia. Me parecía una negligencia, una distracción,
una ingenuidad inaceptable. Lo mismo me ocurría cuando veía un partido
por televisión. Pero ahí era mayor mi impotencia, y también mi desprecio
y mi furia, porque no podía intervenir de ningún modo.
Uno de
mis mejores amigos siempre jugó de delantero. Y si bien él muy pocas
veces quedaba en Orsai, me decía que el delantero debía, remarcaba eso,
debía correr antes, para ganarle un tramo quizá decisivo al defensor. Es
un razonamiento lúcido. Además, es el mismo amigo que cuando, por
ejemplo, en una reunión, yo veo chicos corriendo alrededor de una mesa o
un patio estrecho, y no puedo dejar de pensar que alguien debería
calmar a esos chicos, porque de otro modo alguno va a terminar llorando,
con un labio roto, un golpe en la frente o un diente partido, ese mismo
amigo, me ha dicho. “Pero se tienen que caer”, “algún día se van a
caer”. Otro razonamiento lúcido. De hecho pienso que en casi todos los
deportes o gimnasias extremas, lo primero que se aprende es a caer.
De modo que mi aversión por el Orsai se ha aligerado con el tiempo, si bien, debo confesarlo no se ha extinguido del todo.
Y
con respecto al otro Orsai, a la trampa pirata en el argot porteño, al
coqueteo infiel, tal vez no sea tan distinta mi opinión. El mismo ciclo:
mi aversión primera, moral, y mi lenta comprensión. Quién no queda en
Orsai, o en offside, para volver al inglés primitivo que supo inventar
el juego, quién no queda en offside nunca arriesga ni arriesgó nada.
Creo
que esa debe ser mi postura actual: prefiero el riesgo, cierto riesgo,
al menos un riesgo inteligente, sobrio, a una medianía fría e
intrascendente. Prefiero el offside, un gol con la mano, a un cero a
cero.
Edgardo Scott
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