sábado, 31 de agosto de 2013

Sobre "Casa de Viaje" de Natalia Monsegur


Acá o Allá / Adentro o Afuera



Hay en el tejido de esta red una ausencia. Algo que se cuela, se seguirá colando, por los intersticios de la malla. Una añoranza, un pequeño dolor. Vientito que, al soplar, destiñe y compromete. La viajera va y viene por distintos espacios. La viajera desea. Pero el objeto de su deseo siempre está más allá: en otro país, en otro hombre o cultura. A poco de llegar, ya está partiendo. La red sostiene una permanencia: la de la pura deconstrucción. La sangre familiar va de “acá para allá”, y el accidente puede ser geográfico; pero se intuye percance, infortunio. ¿Será que, efectivamente, fue la sal la que trajo la mala suerte?
La tormenta es hacia adentro y espanta a los pájaros que deciden migrar hacia donde el sol “no pique de lastimar” ni tenga errores. El infortunio es el nomadismo. La sensación de no pertenecer y estar siempre inaugurando una estadía. No es posible limitarse a llegar, pero en esta red tampoco hay dónde quedarse. La urdimbre es azarosa, inestable, imprevisible. Y es que, cuando los viajes no se eligen, cuando están impuestos, exigidos, determinados por otros, el trayecto deja de ser una aventura o un goce. “Es la historia fundacional tenernos lejos”, dice la autora. En ese contexto, el otro es siempre una extrañeza, una falta.
José María Perez Alonso
Las fronteras de lo real deberían sencillamente otorgar nacionalidad y casa, un espacio en el que vivir y desarrollar los días. Casa, familia, techo para que no llueva sobre la sopa caliente, para que el cuerpo no nos llore. En cambio, cuando las fronteras son imperativas (igual que algunos viajes), se convierten en una verdadera amenaza. En ellas sobreabundan el control, los alambres (en donde no anidarían, no podrían anidar, los pájaros), los sectores. Plurívoca y nunca más real la metáfora que clausura (sic): “dividimos la parcela para quedarnos/ quietos”. Hace pensar en un cementerio, en una desolación contundente y final. Entonces no es lo mismo estar acá o allá, adentro o afuera, libre o detenido en ese espacio circunscripto y peligroso.
Natalia Monsegur habla de esa cárcel: la de la inseguridad, la del exilio. Pero, también, de la obscena actitud de lo fronterizo que, a puro capricho, hoy pone límites que mañana eludirá. “Las fronteras ahora existen/ y después/ son distintas”, dice. Cabría preguntarse entonces para qué, con qué objetivo, se instalan campos minados en donde debería haber sólo planicie, semillas (“redondas y útiles”), raíces en las que crecer y verdecer. Se ve tan inútil el abuso, tan demencial. La lavandina no blanquea absolutamente nada.
Son muchas las inquietudes que crecen a lo largo de estos poemas. Y varias las lecturas que pueden hacerse de los mismos. La frontera puede referirse al propio cuerpo, a las propias limitaciones, al depredador interior que llevamos y que sesga lo que anhelamos ser y poseer (“hay lugares donde el deseo es tan grande/ que parece esencial/ y casi peligroso/ no ir/ o no irse”). Pero también aluden, sin lugar a dudas, a las geográficas. De tal manera que la referencia política se vuelve inevitable (y, sobre todo, impostergable). Los poemas cuentan una historia (dolorosa, reciente), pero la autora decide aliviarla. No disimularla, sino darle entidad lírica. Y es ahí donde duele aún más todavía. Es que lo que ella logra, en realidad, es dar nombre, con enorme honestidad y compromiso estético, a todo lo periférico; es decir, a todo aquello que culturalmente nunca es visto como medular (central, prioritario, necesariamente emergente) y que, aún más, se prefiere ignorar o invisibilizar invocando modelos habitualmente tranquilizadores y convencionales. En esa periferia están el indígena (“araucaria vence”), algunos territorios (África “dentro de la tierra roja”, Latinoamérica), ella misma en su condición de mujer (“que une/ acá y allá”), “la inmigración atada”, “el esperpento serpentina de la España profunda”, “los países sin luces”, las islas, “el ciudadano a la intemperie”, el mestizo, el submundo, las marionetas (la vida pende de un hilo). Un zoológico nada ecológico, si cabe el juego de palabras. La distancia se interroga como una manifestación posible de la libertad; aunque ambas palabras no son sinónimos, ni siquiera equivalentes. Se disfraza la errancia sólo para que no duela tanto la incómoda comprobación; sólo para calmar el “ojo del huracán”, la “pandemia”. Pero la autora no se engaña: y prefiere la selva, en todo caso.
En paralelo, este acontecer (o esta obligatoria evasión) le permite introducir, en otro plano, algunas referencias respecto de la dificultad ante el hecho creativo en sí mismo, la “lateralidad de la lengua”, la génesis literaria o, en su defecto, lo que queda luego de que los papeles se humedecen o el lenguaje se esconde. (Algo siempre queda, siempre quedará).
José María Perez Alonso
En medio de una bellísima sucesión de imágenes y metáforas, la que prevalece es la del mar. Ésa es la “frontera mayor”. En esta ocasión las aguas no se abren para que la viajera pase (otra referencia bíblica equiparable a la de la “historia fundacional”), sino que siempre están dividiendo al racimo familiar que insiste en no disolverse. El mar es un animal viviente (“le quité la piel de agua/ me la puse encima/ como el asno”), y conlleva su propia simbología: las emociones, la madre, el flujo y reflujo (una actividad semejante a la lunar), la transitoriedad. Algunos se ahogan, otros lo navegan. Ella quiere un puente, pero la distancia entre los continentes (o sus equivalencias) es enorme. Evocadas a partir del mar (más cerca o lejos del mismo), las diferentes ciudades le permiten imaginar identidades azarosas. Monsegur utiliza el potencial de tal manera que, aunque las exhibe como posibilidades, es sabido que, por el contrario, las está excluyendo de su verdadera entidad de manera total y absoluta. Ella, decididamente, no tendrá (ni querrá tener) el cabello carré, ni zapateará flamenco, ni comerá hongos o desporrará maíces, ni habrá un hielo diferente en su itinerario incansable. Ni Estocolmo, ni Baleares, ni Bolivia, ni Argelia, ni Chile (aunque el clima, ¿cuál de todos los posibles?, fuera parecido). Sí, Barcelona (lugar en el que nació).
Finalmente también un mar blanco, un líquido espacio en la hoja, divide al libro como objeto. De un lado están los poemas, la superficie tisular de la red, el esqueleto bello, la sugestión. Del otro, abajo, como un pie de página, la narración. Poética también, pero más directa, secuencial, enunciativa. Ambas propuestas se completan entre sí. Y ambas son necesarias. Lejos de confundir o limitar, expanden el hilado, lo corporizan. Bastarían apenas unas pocas, elegidas, fibrosas, para sumergir al lector en esa ruptura del orden, de la legitimidad. Sol y luna, padre y madre resaltan como núcleos referenciales (los únicos que se adivinan en esa infancia accidentada y triste). Ella, en la cárcel de la estrella roja; él, abriendo una lata de mejillones o berberechos para luego enseñarle a la niña por qué se mueren las tortugas (sostenedoras del mundo en las culturas arcaicas, transportadoras de su domicilio vayan donde vayan; hasta lleva a inferir que las “líneas del cuello” del único, brevísimo, poema de dos versos podrían aludir a ellas). También para que en otra instancia cercana, la pequeña se atragante “porque se separaba de él”. Efecto que perdurará aún superado el exilio, la mudanza: las mujeres se asustan cuando escuchan pasar a los helicópteros, ella recordará el domingo de sol en el que hablaba de la policía con el padre.
José María Perez Alonso
“…¿Dónde está la geografía despierta?”, pregunta; “¿cuánto tiempo tardan/ en venir/ todas las olas”, agrega. La “rara estación” (como situación de viaje o como fenómeno climático; casi, extremando las interpretaciones, también como “manera de estar”) termina definiéndose como el lapso temporal (y entonces también espacial) en que se configura, define, abruma, aligera una etapa de la vida. La resiliencia hace que ahora el poema abandone a la viajera en forma de canto y que nos pertenezca. No cantaremos “felicidad, felicidad tururu…”, a pesar de que la superficialidad (nada inocente)de algunos recortes de la “civilización” aliente estas formas evasivas; pero percibiremos, gracias a ella, mariposas en el cuerpo y en la memoria (a pesar de, siempre a pesar).
Costas, barandas, direcciones que se olvidan, agujeros (con Alicia incluida), cartas que se escriben sólo para no enloquecer, banderas, un crecimiento a fuerza de obligarse a oler al destino “por detrás”. Máxima cautela, una herida sangrante cubierta por el pasto.
En los poemas finales el canto épico de Natalia Monsegur se hace más cotidiano, diurno, aunque nada complaciente tampoco. Pocas veces un primer libro adquiere una estatura tan “espontáneamente literaria”; es decir, con oficio y soltura a la vez. Finalmente, la cita a las memorias de Marcos Ana, poeta y militante español que pasó veintitrés años de prisión durante la dictadura de Franco da encuadre a este vientito que “en las raras” nos quiebra y emociona.


Ana Guillot



viernes, 30 de agosto de 2013

Lectura en Ecunhi - Karina Macció


Rinko Kawauchi




“¿Qué es la tierra, mamá?”
¿Un planeta, un mundo
lo que impregna mis manos y mis pies?
¿La tierra gris de mis rodillas que no puedo sacar?
¿El polvo que se cuela por los poros y entra en la sangre?
(En la sangre, ¿hay tierra mamá?)
¿La tierra que como en las papas y las manzanas? ¿En los higos que robaba en la casa de la nona? ¿En las uvas rubias que hacían un techo de parra? 
¿En el patio jardín de plantas enredadas, mestizadas, de troncos fuertísimos, de espinas como brazos? 
¿En las hormigas que observábamos ir y venir llevando cargas imposibles, tres veces, mil veces, su tamaño, nuestro cuerpo?
¿Qué es la tierra, mamá?
Yo también te pregunto, mamá de mamá. 
Yo también te pregunto. 

No sé. 
Perdí contacto.
Cuando íbamos a la playa, sabía enrollarme de arena y explorar dunas entre los arbustos. 
Perdí contacto.
Cuando me escabullía en la quinta de al lado, sabía montarme al Lobo malo, al que nadie se acercaba y jugaba con conejos, con gallinas, y ellas me daban sus huevos, felices. 
Perdí contacto.
Cuando el agua me llevaba como un barco, y yo me dejaba, hasta casi ahogarme, pero vivía fresca, radiante, tostada. 
Perdí contacto. 
Cuando los perros me seguían para hablarme y calentarse con mis piernas, y recorríamos calles de siesta con autos congelados y ruido de sol rajante. 
Perdí contacto.
Cuando se murió la nona, y se llevó sus plegarias, los gritos italianos, las risas abundantes, las manzanas verdes impecables, 
se fue para siempre y se llevó la crema nivea de pote azul metálico, el galpón con la tabla de amasar y los objetos basura, los más mágicos, lo más llenos de tierra que jamás tuve. 
Perdí contacto. 
No supe. 
No sé. 
Perdí contacto al ver que el mundo entero se explota con un botón, y que sin hacerlo, se horada a cada segundo, se agujerean sus raíces, su interior corazón. Nos agujereamos y no importa. Nos matamos y no importa. Nos amamos y no importa. 
Perdí contacto cuando vi árboles acostados como cuerpos, cuerpos acostados como árboles, cubriendo planicies secas, desiertos sin arena, familias desarmadas, fagocitadas. 
No supe. 
No sé
Cómo
igual
una semilla germina, sonríe, 
plantemos tomates en esta maceta, mamá, ¿acá? me asombré, no creí, no va a salir nada, y no sé, tomates no salieron pero una planta sí, carnívora quizás, con ojitos y dureza, pero una planta sí, y es tuya, dijiste, te la comparto, mamá, es mía pero es de todos, y si salen tomates hacemos una ensalada y los voy a probar, o te los regalo, tenemos una planta en el balcón y crece, piedra que se abre, fruto, sol condensado, un gusano haciendo su trabajo en el abasto
en un balcón
en una torre
paz de huesos descompuestos
desperdicios
regenerándose
una planta en el balcón crece
paz horizontal, cosecha, cielo detrás
paz roja, marrón, amarilla, verde
cuando vos estabas en mi panza
la tierra se dio vuelta y me acarició
sentí mis plantas, caminé, pisé por primera vez
vida
una planta en el balcón crece
como vos, imparable
desde el cielo a la tierra
vida
qué es la tierra
por qué, a pesar de todo
nos cobija
no sé
no quiero
perder contacto
ayudáme
vos sabés más
vos sabés
cantar
quedarte callada
sin palabras o razones
vos sabés
morir y nacer
todos los días
ayudáme
cada vez
madre
tierra
hija
planta
mamá. 





Karina Macció, inédito, 2013.

jueves, 29 de agosto de 2013

Sobre "Estuche Negro" de Ricardo Czikk






Dentro del laberinto de publicaciones casi apócrifas, o de las otras, las que desde la vereda opuesta llevan nombres superlativos que arrastran de por sí dinero, ¿quién lee estas letras casi dibujadas, letras que convocan olores, sensaciones, cuerpos; letras tan preciosas, tan personales, que pueden ser imaginadas dentro un estuche negro, de esos aterciopelados, de esos listos –acolchados– para mostrar una joya o un objeto importante, una lapicera tal vez?

Con un estilo que en sí mismo tienta los extremos –un gusto barroco que de pronto se concreta y se hace plano nítido, sin revés–, que encara tanto un relato como un poema que reinventa palabras, este libro se abre para intentar otro camino, ése plagado de preguntas y descubrimientos. Con intensidad, se aventura a ir de la luz a la sombra, y de vuelta, porque una y otra se llaman, se requieren. Ir, de la contradicción a la paradoja, y aprender a permanecer en la tierra de lo incierto, de la poesía. Como una miniatura que sin embargo puede desgajarse infinitamente; como una nuez, reino de Hamlet, que es capaz de contener el universo.

En definitiva, como un libro que sólo cerramos para volver a abrir:

“Estuche negro
sorpresa en su contenido
un muerto, una alhaja
un sinfín de ideales
y mi deseo
de no transitar”.



Karina Macció

miércoles, 28 de agosto de 2013

Lectura en Ecunhi - Nicolás Pazos


Talking to Ants 2, Stephen Gill.


Tierra

de las cosas enterradas
de las sobras de ayer
de lo que resta 
lo que se pierde
de lo que falta
lo que fue
del fin de la memoria
surgen verdores y humedades
células como semillas
obstinadas
latentes
respiran y bailan 
una melodía antigua 
y tiemblan imperceptibles
al borde de la existencia

la muerte del cuerpo es orgánica
eso es un hecho
pero el alma debe ser otra cosa

si nuestro cuerpo va a la tierra
a dónde va la música

somos de la tierra 
como una ley
nos atrae
allá está el cielo 
lleno de preguntas
¿llevaremos algo
sangre adentro
de todos los mundos
que fueron posibles?

en el dibujo azaroso de un plan imperfecto
una canción que nunca se cansa



Lluvia

dibujo una flor
en el vidrio empañado 

de la flor nacen 
inevitables
un par de labios grises

beso el frío del vidrio
imagino tu boca ausente
posible en otro boca
caliente contra una copa de vino

si mi cuerpo es un cementerio de huellas perdidas
tu música es el fantasma que lo habita 

la flor es una siempreviva
y a pesar de su resonancia
significa que te extraño y vivo partido
la boca de luna es suave y fría
las persianas cerradas 
de un corazón imposible

después de la lluvia
siempre
el mundo calienta soles

y la siempreviva se derrite largamente
sobre una boca que pudo ser mía
de haber habido tiempo
de poder andar más de un camino



Aire

es viento que sale de los seres
movimiento 
danza y cuerpo 
energía
música de flauta y redoblantes
violines trombones y truenos

es lo continuo
sin ángulos rectos
es redondo y eterno 
fino como un trazo japonés
es uno de los cuatro elementos
el aire es una alfombra persa

sopla chilla esculpe invade
tañe silva canta afina

si nuestro cuerpo olvidó sus alas
la poesía
es el aire que sopla adentro

el aire nos toma y nos infla
los pulmones que parecen barcos
el viento juega  agita el polvo   se detiene
el silencio le muestra lo perdido

de eso estará hecho el viento
de voces irreconocibles
de palabras que nunca inventamos
llevará mi alma de ceniza 
y humo y niebla
y polen y pétalos y miel
cargada por abejas amarillas
para ofrecerle al vientre de la tierra
todo lo que fue mi existencia

o limpiará mi cuerpo 
y susurrará 
la palabra
olvido




Nicolás Pazos, inédito, 2013.

martes, 27 de agosto de 2013

"Strip-Dancer" próximo título de Viajera




En la demora de la fila del colectivo, calor, tedio, la gente mira bicicletas, motos, deseás ser Flash, no tener que tomar medios de transporte, puteadas, violencia, malos entendidos, voz alta, gritos, altavoz, dale flaco ponete auriculares para escuchar música, empujones, no funciona la máquina, se atascaron las monedas, complot, proveernos de la tarjeta antes de que sea demasiado tarde, ojo te van a cobran sin-subsidio, guarda va a salir $15 el plástico, no, no señora no da boleto en capital federal, sí señora, sí que en mar del plata hace años que dan boleto, no, no es mi problema, bajesé se le desmagnetizó la tarjeta, aumento de la tarifa mediático, viajamos peor que ganado, no señor tiene que mantener más tiempo la tarjeta sobre el lector, no tanto, a ver si alguien ayuda al señor, no hay luz, hay que caminar por los andenes, circulen por favor, aumento de la tarifa sorpresa, no hay aire, somos chivos, sanguchito, me está apoyando, se me está frotando, está disfrutando, bajesé usted es un desubicado (de mierda), un pasito másss, pungueo, parquímetro, vamos que cierro, la bajada de bandera no se puede creer, no-embotellamientos, no sé pídale cambio a alguien, trapito, no, no hay lugar para estacionar va a tener que buscar un garage, no sé páguele a alguien que le preste la tarjeta si no le alcanza, escasez de nafta y gas, auto-pocket (ecológico)… 

los pensamientos arden
oasis
no se entiende lo que dicen






Gabriela Tavolara, Strip-Dancer.
Próximo título de Viajera Editorial.




Traffic II, Karin Gonic.

lunes, 26 de agosto de 2013

Sobre "La Meta de Gregorio" de Diego Recalde



Recalde dibuja con humor el retrato de un artista adolescente, cuya transformación lo llevará al comienzo de la madurez. La risa, a flor de piel durante todo el relato, sirve no sólo para deleitarse en la lectura, sino para activar esas preguntas que vale la pena hacerse sobre el papel que cumplen en nuestra vida las influencias literarias y filosóficas, los apasionamientos insalubres, las amistades envidiosas, la pertenencia familiar y de clase; en definitiva, todo aquello que nos marca desde niños y en nuestra formación, muchas veces de tal manera que constituyeun obstáculo para mirarnos nítidamente en el espejo y reconocernos como individuos únicos. Kafka lo supo, se sintió un extraño en su propia vida y lo plasmó magistralmente en la escritura. Recalde no niega esta extrañeza, pero la celebra como quien se halla en su cuerpo bien vestido, sabiendo que la risa ayuda a sortear las situaciones más dramáticas, pertrechado para la singular aventura que implica animarse a vivir, a escribir.


Karina Macció



domingo, 25 de agosto de 2013

VIDRIO de Mauricio Dreiling - Adelanto del nuevo libro de Viajera




pregunta para estrenar 

qué sos

autobot o decepticon

no entendiste me parece

se te nota en la cara

la niñez desistida

listo

dejá dejá 

no te molestes por la cuenta

                                                    te invito  

pero esta cita se terminó acá











 extraños /






Mauricio Dreiling, Vidrio.





sábado, 24 de agosto de 2013

Sobre "Bengala Hotel" de Eugenia Coiro



Permanecer en un cuarto de Bengala Hotel es animarse a probar el limbo: ni la vida, ni la muerte, sino ese intermedio donde fluyen las palabras, como bolas que ruedan,  burbujas que flotan, o espuma de oleaje, multiplicándose sin cesar. Es el espacio de la reflexión y la búsqueda, es el tiempo inmóvil –si eso puede existir– es la decisión que no se decide, es el intento por responder las preguntas más difíciles, las quimeras que nos acechan. ¿Qué significa vivir? ¿Qué es el tiempo? ¿Hay algo al final de todo? Del yo, ese pronombre que todos llevamos y afirmamos muchas veces a nuestro pesar, ni siquiera se pretende saber algo. Se va descubriendo, con timidez y duda, que no existe otra forma de ser que no sea a tientas.
Desde adentro del cuarto-bengala, una voz se pregunta “¿Romper o no romper el cristal?”. Posee una llave que abre todas las puertas y ventanas, pero que no se decide a usar. Lo que intuimos, con el libro entre las manos, es que ese cristal ya está roto. De hecho, pudimos entrar y
estamos recorriendo un espacio inagotable, diverso, percibido en esos cuartos que se desdoblan a medida que avanzamos, que se expanden al tocarlos, y que no dejan de parpadear con imágenes y sonidos.

Karina Macció

jueves, 22 de agosto de 2013

Lectura en Ecunhi - María Florencia Giménez




Telar de alfombra, la tierra

Awaq era morena, tejedora. Su abuela le había enseñado el oficio. Ella tenía que abrigar con ponchos a su familia. Después comenzó a tejer alfombras. Para cuidar a la pacha y mantenerla calentita. Creaba para ella, ésa era su cosecha y su forma de protegerla. 

Awaq escondía, guardaba, ofrendaba, sus telas en zurcos de tierra. 

Después debió tejer para su esposo. La abuela eligió un hombre de rostro sincero, de piel labrada y manos ásperas. Con la espalda mediana y abundante cabellera. Habitaron una casa abrigada en alfombras sobre la tierra. Con paredes por las que se colaban las arañas. El catre tranpiraba su madera revestida en ponchos.

Un martes de verano, sintieron mucho calor. Húmedos. Podían oler la llegada del agua de rocío, de la nubecita. La niña chaya. Todos la esperaban corriendo descalzos.  

Descalzos como ellos, transpirando, escondidos entre los pliegues del otro. Afuera se escuchaban los golpecitos de pintura sobre los negocios. Sentían el andar adornado de pompones de las cabras. La abuela gritaba: vamos a enflorar para que se alegren las cosas. Awaq miró dulce a su hombre, dispuesta a cuidarlo, a saciarlo. Sonreía y se dejaba abrir como una flor. 

A los dieciseis años estaba acostada, con él. Abrió los ojos y un zurco de tierra. Hecho de su carne. El hombre se adentraba, empujaba dentro de ella. Alimentaba su cuerpo. Ella estaba abrigada, adentro y afuera. Ella recordaba el olor de los sahumerios, esperando para la celebración. Pensaba en la cosecha y le sonreía suave a su hombre. Él estaba concentrado, ceñido a la piel, pero sabiéndola mirar. Le decía, ia, ia, yanay, mi morenita. Y ella se moría de ganas de decirle todo lo que lo quería, lo agradecida que estaba y lo hacía cerrando los ojos, abrazándolo fuerte, cubriéndolo con sus telas. Así, terminaban de enraizarse.

De repente, en pleno mediodía, empezó a oscurecer. La claridad gris, de un martes de chaya. Su tierra abrió la boca, recibía las gracias. Él todavía dormía. Awaq se levantó, fue hasta la cocina, tomó algunos polvitos. Y salió a la calle, echando colores para los ponchos. Para la pacha.

Con el paso del tiempo, se fue el color, llegó el silencio. De a poco se removían las raíces, acomodándose para salir. Cuando el solsticio de invierno, las voces auguraron un nuevo año de cosecha y se plegaron, con el cielo abierto, a la tierra sedienta. Awaq, tejía más que de costumbre. No sólo para su hombre, también colgaba ponchos de sus hombros, para cubrirse en el vientre. Ya habían pasado varios meses desde la chaya, crecía, en ella.  

En Agosto, como siempre lo hizo, el primer día del mes, Awaq limpió la casa entera, preparó té de ruda y regó de yuyos: chacha y pupusa, todo el ambiente. Su hombre ya se había ido, temprano. Con la mochila llena de ofrendas, dispuesto a alcanzar con piedras la bendición de seguir caminando. Awaq salió después, tapada no con ponchos, sino con las alfombras que había tejido para el solsticio de invierno. Al cruzar la plaza vio a su abuela. La paseaban en el carro entre las casitas coloradas, rociando de polvo, cantos y alcohol a todo el gentío. La miró, agradecida por sus enseñanazas y siguió camino hasta el cruce, balanceándose, con el peso ya inquieto en su vientre. Lo contuvo, fue hasta el abra, el punto más alto del camino, donde él la esperaba.

Ahí estaba, otra vez. Abrió los ojos y un zurco de tierra.

Estaban los dos solos. Esperando. Awaq sentía que ése era el momento en el que se regaría de piel, de agua y de sangre, todo el suelo. Con las piernas abiertas, abrió los ojos más que nunca al cielo, secándose. Iba enrojeciendo, empezaba a brotar de su cuerpo. Brotaba de ella hilos de tierra y carne. Cambiaban de color. Ya estaba solamente a medias, adentro. Awaq siguió abriéndose, más allá de sus espacios, volviéndose grieta. Con los ojos sequísimos, lograba llorar, acompañar, inducir al que ya casi no estaba adentro. De la tierra brotaba polvo. Algo caliente, rojizo, empezaba a vertirse sobre ella, y se erizaba. Así le abría paso, se hacía más suave. 

Recién entonces aparecieron las manos ásperas del hombre y sus dientes raídos. Mordió el hilito de piel para separarlas y tomarla entre sus brazos. Vida, mujer y tierra. Ellas estaban con los ojos abiertos. Las tres, regaditas de sal, de dulce rojo sangre. Savia y carne. 

Entonces, la mujer, ya no sólo tejedora, se levantó. Su hombre le entregó la vida. Awaq no limpió los cueros, no dejó de vertir sobre el zurco, su agua. Él sirvió entonces a la pacha. Cigarrillos, vino,  chicha y hojas de coca. Después la invitó a su morenita a que hiciera lo mismo. Ella entonces ofrendó otra vez, con el brazo con el que sostenía la nueva vida, su mejor telar. Agradecida, susurró para la pacha.


María Florencia Giménez. 2013.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Mendel - Nueva librería Viajera


Ahora en Palermo los libros de Viajera también los encontrás en Mendel

















Paraguay 5163, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.




Lectura en Ecunhi - Axel Levin (Parte II)


Sofía Huidobro


Las bifurcaciones como venas
alimentan la tierra
madre del río
montaña
conteniendo un adiós
de atardecer


se alimenta

por los ojos

y ella se vuelve

tiempo


vientos del noroeste

se llevan los rastros de una batalla pasada


tal vez ella
la fría y cálida contención
se despide
con un poco de vida
al aire de lo que vendrá


una embestida de tierra

nos envuelve

lejana

en la brisa







Jane Tomlinson





Una gran masa de agua-azul hasta el horizonte.

Se extiende majestuosa bajo el sol                                  oscilando el impacto.

Un espejo líquido de cielo                                               viviendo la luz en cuerpo único.



Respira enorme hasta donde no alcanzan los ojos.

Reposa ceremoniosa           solemne y callada.               Casi tibia           casi suelo lejano.



Una invitación sin palabras.                      Un llamado como la impotencia.



Solo islas en archipiélago. Penínsulas baldías. Brazos de tierra.

Cada tanto bahías arqueadas, peñascos rocosos, vegetación en crecimiento apretado.



De vez en cuando algún muelle de piedra.

Algún brote de pasillos y casas desdibujadas.



Caminar es un sin retorno.                        Las promesas no existen.



Desde arriba: un salpicado de tierra ínfimo.

Manchas flotando. Un contraste diminuto sin intención.



El agua-viva y la distancia sin nombres. 
              
                                                                           Toda alrededor se extiende.

Dejando que el cielo cambie de color y de bordes.

                                                                           Aire esparcido             el sol.

Luz       abandona el espacio para ser agua.

                                                                           Un horizonte líquido que brilla y late.



                                                                                                            Lago Titicaca  -  Isla del Sol





Axel Levin, Tatuarme con el atardecer, Colección Valijita, 2012.