Telar de alfombra, la tierra
Awaq era morena, tejedora. Su abuela le había enseñado el oficio. Ella tenía que abrigar con ponchos a su familia. Después comenzó a tejer alfombras. Para cuidar a la pacha y mantenerla calentita. Creaba para ella, ésa era su cosecha y su forma de protegerla.
Awaq escondía, guardaba, ofrendaba, sus telas en zurcos de tierra.
Después debió tejer para su esposo. La abuela eligió un hombre de rostro sincero, de piel labrada y manos ásperas. Con la espalda mediana y abundante cabellera. Habitaron una casa abrigada en alfombras sobre la tierra. Con paredes por las que se colaban las arañas. El catre tranpiraba su madera revestida en ponchos.
Un martes de verano, sintieron mucho calor. Húmedos. Podían oler la llegada del agua de rocío, de la nubecita. La niña chaya. Todos la esperaban corriendo descalzos.
Descalzos como ellos, transpirando, escondidos entre los pliegues del otro. Afuera se escuchaban los golpecitos de pintura sobre los negocios. Sentían el andar adornado de pompones de las cabras. La abuela gritaba: vamos a enflorar para que se alegren las cosas. Awaq miró dulce a su hombre, dispuesta a cuidarlo, a saciarlo. Sonreía y se dejaba abrir como una flor.
A los dieciseis años estaba acostada, con él. Abrió los ojos y un zurco de tierra. Hecho de su carne. El hombre se adentraba, empujaba dentro de ella. Alimentaba su cuerpo. Ella estaba abrigada, adentro y afuera. Ella recordaba el olor de los sahumerios, esperando para la celebración. Pensaba en la cosecha y le sonreía suave a su hombre. Él estaba concentrado, ceñido a la piel, pero sabiéndola mirar. Le decía, ia, ia, yanay, mi morenita. Y ella se moría de ganas de decirle todo lo que lo quería, lo agradecida que estaba y lo hacía cerrando los ojos, abrazándolo fuerte, cubriéndolo con sus telas. Así, terminaban de enraizarse.
De repente, en pleno mediodía, empezó a oscurecer. La claridad gris, de un martes de chaya. Su tierra abrió la boca, recibía las gracias. Él todavía dormía. Awaq se levantó, fue hasta la cocina, tomó algunos polvitos. Y salió a la calle, echando colores para los ponchos. Para la pacha.
Con el paso del tiempo, se fue el color, llegó el silencio. De a poco se removían las raíces, acomodándose para salir. Cuando el solsticio de invierno, las voces auguraron un nuevo año de cosecha y se plegaron, con el cielo abierto, a la tierra sedienta. Awaq, tejía más que de costumbre. No sólo para su hombre, también colgaba ponchos de sus hombros, para cubrirse en el vientre. Ya habían pasado varios meses desde la chaya, crecía, en ella.
En Agosto, como siempre lo hizo, el primer día del mes, Awaq limpió la casa entera, preparó té de ruda y regó de yuyos: chacha y pupusa, todo el ambiente. Su hombre ya se había ido, temprano. Con la mochila llena de ofrendas, dispuesto a alcanzar con piedras la bendición de seguir caminando. Awaq salió después, tapada no con ponchos, sino con las alfombras que había tejido para el solsticio de invierno. Al cruzar la plaza vio a su abuela. La paseaban en el carro entre las casitas coloradas, rociando de polvo, cantos y alcohol a todo el gentío. La miró, agradecida por sus enseñanazas y siguió camino hasta el cruce, balanceándose, con el peso ya inquieto en su vientre. Lo contuvo, fue hasta el abra, el punto más alto del camino, donde él la esperaba.
Ahí estaba, otra vez. Abrió los ojos y un zurco de tierra.
Estaban los dos solos. Esperando. Awaq sentía que ése era el momento en el que se regaría de piel, de agua y de sangre, todo el suelo. Con las piernas abiertas, abrió los ojos más que nunca al cielo, secándose. Iba enrojeciendo, empezaba a brotar de su cuerpo. Brotaba de ella hilos de tierra y carne. Cambiaban de color. Ya estaba solamente a medias, adentro. Awaq siguió abriéndose, más allá de sus espacios, volviéndose grieta. Con los ojos sequísimos, lograba llorar, acompañar, inducir al que ya casi no estaba adentro. De la tierra brotaba polvo. Algo caliente, rojizo, empezaba a vertirse sobre ella, y se erizaba. Así le abría paso, se hacía más suave.
Recién entonces aparecieron las manos ásperas del hombre y sus dientes raídos. Mordió el hilito de piel para separarlas y tomarla entre sus brazos. Vida, mujer y tierra. Ellas estaban con los ojos abiertos. Las tres, regaditas de sal, de dulce rojo sangre. Savia y carne.
Entonces, la mujer, ya no sólo tejedora, se levantó. Su hombre le entregó la vida. Awaq no limpió los cueros, no dejó de vertir sobre el zurco, su agua. Él sirvió entonces a la pacha. Cigarrillos, vino, chicha y hojas de coca. Después la invitó a su morenita a que hiciera lo mismo. Ella entonces ofrendó otra vez, con el brazo con el que sostenía la nueva vida, su mejor telar. Agradecida, susurró para la pacha.
María Florencia Giménez. 2013.
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