Los Juegos que atrapan
(Fragmento)
Don Pedro vivía en la calle de la estación, a poco más de cien metros de la vía del tren. Había nacido en los países vascos pero hablaba bien el español, aunque para el gusto de muchos con demasiado acento. Con más de setenta años nunca se había casado y ocupaba una habitación en el Hotel Argentino. Todas las tardes emprendía su viaje hasta el Club Social con un traje pardo o gris gastado y una camisa clara con el cuello mal planchado y medio sucio, típica de solterón.
Gran tipo Pedro Marcaida; fornido, morrudo, caminaba como vasco y hablaba como extranjero como tantos inmigrantes que habían venido a hacer un país. Moriría sin volver a España ni ver cumplido su sueño. A su edad no tenía mucho que hacer excepto dejarse estar con amigos. Ya en el club Don Pedro se juntaba con Pocholo, que vivía en la misma calle de la estación pero en la parte que se inundaba cuando llovía fuerte. Al rato aparecería otro don, Don Carlos, un martillero que remataba chucherías pegado al Club Social. Tomaban un tecito revolviendo constantemente para que la infusión fuera más fuerte y se jugaban una o dos partidas de ajedrez. Todos sin excepción movían el peón del rey para abrir el juego. Las partidas se abandonaban con un código compartido que se había hecho costumbre: sin hablar, el que perdía iba empujando lentamente todas las piezas, fueran blancas o negras, hacia el centro del tablero. El que había ganado, permanecía en silencio.
Eduardo Camisassa, El fin de la siesta.
Próximo título de Viajera Editorial.
Honore Daumier, 1868 |
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