malapalabra de Cecilia Maugeri
Por Adriana Mancini
El título con el que Cecilia nos entrega su primer libro de poemas marca una alerta, y trae consigo una advertencia: malapalabra. En su forma singular es, sin duda, una palabra que tensa, pesa. Y pena. Al prescindir de las eses de su plural, subraya la diferencia con todas aquellas palabras condenadas y marginadas por su naturaleza: la de ser malas palabras. El singular rescata a cada una de las palabras que dice –se dice y dice ser- una malapalabra. Aquello que NO (dicho con énfasis y escrito con mayúscula) porque es, precisamente, ¡una mala palabra! En ese sentido, este libro traza una línea a la infancia. A un antes de ser una malapalabra cada palabra pronunciada.
¿Quiénes sino los niños reciben atónitos la advertencia sobre una malapalabra y quiénes sino los niños destinan esa recién aprendida mala palabra a la bolsa de las palabras malas. Y éste es, Palabras malas, el título que aparece inmediatamente después en el poemario.
“Hay veces que te caés”, así comienza. Y a partir de este primer verso, las palabras acompañan la caída. Caen. Como pelotas, caen. Y en su ir cayendo, arman y desarman su sentido, juegan, ruedan, chocan, se rasguñan, se aniquilan, se transforman. Las palabras son forma y contenido. Son la bolsa y son los gatos y la bolsa otra vez. Son derecho y revés, sin que podamos elegir ninguno. Llevan y son llevadas, cubren y desnudan, nombran en el intento frustrado de poder nombrarse. Saben, como ya se ha dicho, que en literatura, la comunicación –es decir esa combinatoria alfabética- sólo se da entre lo que es diferente en tanto que es diferente y exaltando la diferencia. Por eso, para Maugeri “pesar” es y no es “penar” y “bolsa” es y no es “saco” que a su vez es y no es “asco”.
Mientras tanto, las palabras cavan un hueco y recorren ese espacio, que se expande y se estrecha, entre YO y OTRO y NO YO y NO OTRO. Entre ser y no ser y estar siendo. Y fundamentalmente, las palabras pujan. Pujan y son pujadas. “Voy a nacer”: así termina este primer poema de malapalabra.
Además, los poemas convocan a otro: yo, ustedes, nosotros, el tú de ese YO inquieto y audaz que se busca en la escritura. Todos los YOES están –estamos- en aquellas frases fosilizadas que aparecen con prepotencia en las entrañas mismas de sus versos. Lugares comunes que lucen su origen incierto, al mostrarse en una letra bastarda, humillada en su diminutivo –la bastardilla- que indica su pertenencia a una lengua compartida por todos los hablantes. Los lugares comunes incrustados en estos poemas son como la ganga del mineral precioso. Ellos, casi sin querer, sostienen el esqueleto del poema que los engalana. Por ejemplo, en “Vamos con la bandera”, dice: “¿Y?/ ¿ahora?/ no nos movemos, no hay viento/ la veleta no puede girar/ está… ¿fija? ¿suspendida? ¿expectante?/ Es que la procesión va por dentro/ ¿Quién lo dijo?/ ¿no la ves venir?”. Otro caso: en el poema “Hay veces que te caés”, la tan mentada frase “tengo las pelotas por el piso” va zigzagueando, sigilosamente sortea sílabas y versos, hasta convertirse en “la forma de peso que tienen las cosas/ y pesar mucho más/ y tener que agarrarla fuerte/ y sentir en las manos/ la gravedad/ el peso verdadero/ del deseo/ el querer decir/ lo que siento/ y poder/ en las manos/ sostener/ y llevar/ una palabra/ que me lleve a mí”.
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