Nicolás Alonso nació Lanús en 1986. Es Licenciado en Ciencia Política (UBA).
Participó en talleres de teatro en el Banfield Teatro Ensamble y el Teatro de
las nobles Bestias. En 2009 se unió al grupo literario Siempre
de Viaje. Participó en diversas muestras y eventos literarios. Leyó sus textos
en el Desfile de Personajes Imaginarios, en Viajera Visita y en Poesía y Rock.
Colabora con la Revista NaN (Novedades sobre las Artes Nuestras), escribiendo
reseñas de Literatura.
Aquí, un nuevo texto para compartir:
Escena V
El hombredebien volviendo de
su trabajo se cruza con el niñoviejo para darle su moneda. La mugre está
en el piso. Y en el niñoviejo. Uno animal, otro autómata. Ambos objetos.
Ambos esclavos. Hay un escritor que los mira. El escritor soy yo. Se apoya en
la baranda. La muchedumbre se mueve en una anarquía cuidadosamente coordinada.
Hay una vendedora. Está parada en medio de la muchedumbre. Es una directora de
orquesta marcando el ritmo de la marea, “A los pañuélos-pañuééélos...”.
Alrededor suyo los hombresdebien deambulan. La coreografía es perfecta.
El escritor tiene El ser y el tiempo entre sus manos. De lejos se
anuncia el retraso de los trenes. Algunos corren. El niñoviejo no mira,
su cuerpo está apoyado junto a la boletería. Su mano cae con la palmas hacia
arriba. Hay un vaso de monedas junto a él. Es un pote de yogur, ahora gastado y
repleto. Su piel es oscura, los colores de su ropa no se distinguen por la
mugre. Algo de baba chorrea entre sus labios, con el ritmo de la respiración
parece haber pequeñas burbujas que se van formando. El escritor lo mira.
Aprovecha que la vista del niñoviejo cae al piso. El servicio eléctrico
a Glew y Alejandro Korn está suspendido. La marea acelera su ritmo. Las
fricciones parecen cuidadosamente coordinadas. El murmullo crece: música de
fondo, cadenciosa y rítmica. Los hombresdebien traspiran más y más, a
medida que el movimiento se acelera. La mirada del niñoviejo permanece
en el piso, tirada, estática, arrojada, caída. Los altoparlantes repiten
consignas aturdidas, difíciles de entender. El hombredebien se queja con
un gesto, y busca rostros indignados de otros hombresdebien. En su
búsqueda se topa con el escritor, conmigo, absorto y alejado, como levitando
sobre esa marea atroz. Las miradas se encuentran, él hace un gesto mecánico de
complicidad. El escritor no responde y le clava la mirada intentando que el
hombre reaccione. El autómata sigue con su ritual. Su libertad consiste en
encontrar el camino a casa antes que el resto. Y así poder llegar, saludar a sus
hijos, besar a su mujer y comentar lo mucho que costó regresar hoy. Las cámaras
de televisión comienzan a aparecer. Filman el “caos”. Los epígrafes rojos se
multiplican en las televisiones. “La vuelta a casa: un infierno”. Están
colgadas en los locales de comidas rápidas que atestan el lugar con su olor a
carne cocida. Los periodistas frenan el ritmo, retienen a los hombresdebien
y hacen preguntas ya sabidas. La gente se queja de que “se viaja como ganado”.
Todo es guión, todo está actuado, un gran “se” impersonal que se extiende sobre
los organismos y los atrapa, como un virus congénito y latente, silencioso, con
el que se nace y se muere. Todo ha sido dicho hace tiempo. El escritor piensa
en los trenes como grandes transportadores de vacas, que pastan en el Conurbano
para ser carneadas en la Capital. Me contradigo: el animal es el niñoviejo, los
demás no son más que autómatas, pero la idea de las vacas no termina de
disgustarme. El escritor comienza a oír las voces a su alrededor como
maullidos, como gemidos de animales enjaulados, como caballos que, debocados,
comienzan a correr en círculos, en fricción incesante de deambular vacío. El niñoviejo
no se inmuta, lo que antes era un hilo ahora es un chorro de baba a punto de
cortarse. Su cuerpo está sostenido por la pared en la que se apoya. Su cara no
se ve detrás de la mugre, es como si ejerciera una atracción en cada partícula
que flota en el aire. Se le adhieren a la cara como garrapatas de polvo, de
tierra. Forman una pasta suave y aceitosa mezcladas con el sudor y la humedad
que se condensa en el ambiente. Apesta a transpiración añeja, macerada durante
días. Los hombresdebien no se detienen. Tiran las monedas sobre su mano,
que permanece inerte debajo de una montaña de diminutos metales de 25 y 50
centavos. El hilo de baba es ahora una espuma que borbotea. La montaña de
monedas ya tapan todo su brazo derecho y se extienden hacia su hombro. Los
aullidos de los hombresdebien comienzan a aumentar en un contagio
general. Las personas con trajes se paran frente a las cámaras y con total
seriedad comienzan a emitir un tibio muhhh, mientras señalan hacia los
andenes como intentando explicar algo. En animal y el autómata se confunden.
Ahora los hombresdebien son los animales y el niñoviejo es un
pedazo de piedra embarrada que traspira. Los altoparlantes hacen un horrible
chillido. Una voz algo gangosa indica que el servicio eléctrico se reanudará en
unos minutos “hacia Ezeiza 18:42 hs”. En medio de la muchedumbre el escritor la
ve. Es labailarina. Sus auriculares puestos, y el mismo rítmico
paso de aquella tarde. Su pollera flota en medio de los pocos maullidos que
quedan. El ser y el tiempo cae al piso. La escena parece aclararse,
ganar densidad y sentido. Plaza Constitución es la cruz en la que esa rosa
carmesí se detiene, exuberante, voluptuosa y delicada. labailarina es la
rosa en la cruz. Es la rosa justificando esa cruz pesada y barrosa, pusilánime,
decadente. En medio del bullicio labailarina se pierde. El escritor
Intenta seguir esa luz, pausada, pero la marea de gente se lo impide. Vuelve la
vista hacia el niñoviejo, que ahora, con un movimiento mortecino, junta
las monedas que aplastaban su brazo mientras intenta tragar la espuma que le
salió por la boca. Las voces comienzan a tornarse más audibles. Las cámaras de
televisión enfocan los sonidos de la gente, ya algo más coherentes. El niñoviejo
ya tiene su vaso lleno de monedas y su mano libre. La baba apenas se
insinúa. El autómata envía mensajes de texto. El escritor intenta volver sobre
su libro. Está en piso. El mármol es grisáceo, veteado y pegajoso. Los zapatos
de los hombresdebien circulan alrededor. No ven el libro, tampoco lo
pisan. Simplemente queda ahí, con su tapa azul junto a una botella de Coca-Cola
vacía, la gente circulando a su lado y un escritor atónito mirando la
escena.
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