Gregorio tenía la manzana entre ceja y ceja, como incrustada en su cabeza. Y aunque su Dios Kafka se lo hubiera prohibido, había llegado el momento de morderla. Para conocerse, para ver qué había más allá de él… Agarró la manzana. La probó. Pensó en decirle a Milena que le metiera un mordiscón, pero su Eva no estaba. Por eso, solamente a él se le abrieron los ojos. Y con esos ojos bien abiertos, pero también con muchas dificultades físicas, se dirigió al ropero, abrió una de las puertas, la de los cajones, y sacó del cajón de las medias un pasamontañas color negro que usaba solamente para los días de mucho frío.
Haciendo un considerable esfuerzo físico (por el agujero tenía que pasar también el sombrero) se puso el pasamontañas. Luego, fue hasta su computadora, la prendió, se conectó, y activó la camarita, porque esta vez era necesaria; tenía que anunciarle a ella todo lo que sabía, todo lo que estaba aprendiendo, además de cuál iba a ser su objetivo revolucionario. “Hasta ahora no he hecho más que interpretar mi realidad, llegó el momento de cambiarla”, filosofó Gregorio. Y había empezado bien, porque aunque no se estaba citando a sí mismo, al menos no estaba citando a Kafka. Era una frase de Karl Marx.
Por suerte, no tuvo que esperar demasiado. A los cinco minutos un sonido agudo le avisó que la mujer que buscaba estaba disponible.
Diego Recalde, La Meta de Gregorio.
Viajera, 2012.
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