Viajera Editorial y Siempre de Viaje visitaron la Zona Futuro de la edición 39 de la Feria Internacional del Libro en Buenos Aires. Diego Recalde leyó un fragmento de su novela La Meta de Gregorio:
Gregorio se emocionó mucho cuando vio todo lo que estaba haciendo su hermana por él. Y en un punto no le extrañó… Con ella, con Brenda, Gregorio había tenido ya desde chiquito una relación especial. Muy especial.
Cuando Gregorio tendría siete años y Brenda nueve, por pedido de Gregorio, Brenda se levantaba la pollera, se bajaba la bombacha y Gregorio le olía la colita. Las bombachas están para impedir actos de terrorismo olfativo. Gregorio había logrado que su hermana se la sacara, y se sumara a su revolución.
Este juego, bastante inocente teniendo en cuenta la edad de ambos y que consistía en una nariz que solamente olía, terminó cuando su mamá los pescó, y el reto materno pudo más que el juego instintivo.
Pero Gregorio no se rindió; convirtió el game over, en insert coin, y volvió a la carga, una y otra vez. Aunque al pedo. Su hermana había empezado a opinar igual que su mamá.
Sin embargo Gregorio, ¡no se dio por vencido ni en la adolescencia! Porque dormido, y también despierto, siguió jugando con la imaginación y empezó a tener sueños eróticos con su hermana.
Una noche, en completo estado de ebriedad, le propuso que se casaran y se fueran a vivir a Holanda, porque un amigo le había dicho en joda –Gregorio no advirtió la humorada– que en ese país casarse entre hermanos estaba permitido. Por suerte, su hermana pensó que se trataba de una broma, y al poco tiempo se puso de novia con Damián Fridson, un compañero de colegio, que vino a ponerle fin al incipiente incesto.
Gregorio se puso muy celoso. No podía dejar de ver a Damián como un enemigo, y a su hermana como una traidora. Pero con el tiempo empezó primero a aceptarlo, luego a quererlo. Los cinco años que duró el noviazgo sirvieron para que, lentamente, se fuera quitando a su hermana de la cabeza.
Otra de las cosas que ayudó y mucho fue que Gregorio comenzó a conocer a otras mujeres, otras mujeres de las que también se enamoró con la misma intensidad con la que se había enamorado de su hermana.
Uno de los amores imposibles que más recordaba Gregorio era Valeria Paola Cisera, una pelirroja muy alta, de cola grandota, que jugaba al voley en el Club Ciudad de Buenos Aires.
Otra de las mujeres de las que también se enamoró con la misma intensidad obsesiva, fue de Virginia Katzen, una chica de apellido alemán que físicamente no tenía nada de alemana, porque era de piel morena y de cabellos negros naturalmente ondulados. Aunque algo de alemán tenía. Virginia, en honor a su apellido, hacía un deporte muy germano: equitación, deporte que practicaba en el mismo club en el que Valeria jugaba al voley.
Pero la obsesión por Virginia duró poco, lo que Virginia tardó en decirle no.
Inmediatamente, Gregorio miró para otro lado, siempre hacia dentro del club, y la reemplazó por Laura Castro, una yudoca de cola excesivamente parada, que después se enteró, tenía hiperlordosis lumbar, enfermedad que, para qué negarlo,
le quedaba muy bien.
“¿Qué habrá sido de esas chicas…? En su momento yo gustaba mucho de ellas y ellas muy poco de mí”.
Autor: Diego Recalde.
Extracto de la novela “La meta de Gregorio” (Viajera Editorial).
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