Las doce horas en las que estuvo sentada, fueron eternas. Sólo un descanso corto para comer un trozo de pan, tomar un vaso de agua y hacer pis, mucho pis para aguantar hasta el final de la jornada. Pero a ella le parecía una hazaña que valía la pena. En el descanso, cada chica buscó su rinconcito para sentarse y comer las sobras de la noche, o algo que les engañase el estómago. Rosa estaba ansiosa por saber, por conversar, por tener una amiga. No la miraron, no le hablaron, hasta llegó a pensar que eran mudas. Alguna le sonreía pero enseguida agachaba la cabeza temerosa de ser castigada por la madrasta malvada, esperanzada de que viniese el príncipe a salvarla. Rosa se decepcionó un poco, esto de ser princesa la estaba aburriendo. En sus fantasías, nunca había esperado a un príncipe salvador. Fue al encuentro de su tía. Ella le indicó que se sentara a su lado, y, con la garganta muda, le dio una palmadita en la cabeza. Rosa calló también. Se tragó las palabras junto con el pan y un trozo de queso. Pensó que así debía ser. Ya iba a aprender.
Andrea Larrieu, Encontradas y Perdidas.
Viajera, 2014.
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