No
imaginó quién sería, ni se tomó el trabajo de cuestionarse. Desde
hacía unos días, ninguna situación, ya fuera normal o imprevista,
la inquietaba. Nada le provocaba curiosidad, su corazón mantenía un
ritmo pausado, la piel no se erizaba, los músculos jamás se
contraían. La única señal visible que tuvo ante aquel ruido, fue
un leve pestañeo, mientras le daba una pitada intensa al cigarrillo
como si quisiese consumirlo en un solo acto. Los ojos se mantuvieron
fríos y vidriosos, como pedazo del iceberg que se erguía ermitaño
en el centro de la revista, un témpano de hielo que supo alguna vez
formar parte de un glaciar, y que ahora, con lentitud y casi de forma
imperceptible, se iba derritiendo en su soledad.
Pero
el timbre no paraba de gritar, ya era una molestia. ¿Quién sería
el loco que se tomaba el trabajo de acalambrarse la mano ante
su puerta? No esperaba cartas, ni visitas, ni tenía vecinos
sociables, los vendedores no cultivaban el don de la paciencia y se
iban rápido. Apoyó la revista sobre la mesa ratona. Permaneció un
rato más en el sillón, observando la nada que se le presentaba con
el primer objeto de su mirada: el techo descascarado, la esquina de
la pared con una prominente telaraña, la mesa rectangular, vieja y
solitaria, el mueble con teclas blancas que alguna vez supo dar
música. Simples objetos para que se posaran los ojos, y la mente
pudiese navegar en un espacio oscuro y ausente de vida.
Andrea Larrieu, Encontradas y Perdidas.
Viajera, 2014.
¡Como te admiro hermanita!!!!!
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